Extrañas noticias de un pueblo sin recuerdos
Marco
Antonio Hernández Valdés
I
La ventana
se encontraba abierta y el tumulto de los rayos del sol mudo se colaba a mi
habitación, deslizando en las cortinas su resplandor atómico que,
escandalizado, me anunciaba las siete y media de la mañana. La luz me causó tal repudio que debí odiarme al recordar que olvidé cerrar la ventana la noche
pasada. Todo me parecía tan extraño como ese chillido metálico del tintinear
del reloj, que me aturdía tanto. Con dificultad tragaba saliva y al atorarse en
mi garganta, junto con el reloj, me anunciaba la tragedia que habría de
culminar con mi vida minutos después.
Cuántas
imágenes rodaron por mi cabeza sin encontrar su cauce. Olía bastante a cigarro.
Debí fumar durante mucho tiempo mientras conciliaba el sueño. Rara vez fumaba
en estos días. Tampoco recordé qué propició de pronto cambiar de parecer.
Di una bocanada de aire tan profunda que me pareció que en ese
momento se consumarían los tiempos. Deseé callar a golpes al molesto tintinear
del reloj. Parecía que hoy el mundo se había puesto de acuerdo para hacerme la
vida de cuadritos. Las horas parecían permanecer silenciosas sin dar su paso
clave. Y de pronto sonó el teléfono. Ese esquelético sonido deprimente, tan
repentino, me vino a recordar que era sábado. No tenía ganas de atender la
llamada, quizás porque su melodía lovecraftiana preconizaba un escalofriante
miedo en el ambiente; tanteaban mis nervios voraces.
Tanta lucidez en mis reflexiones me cargaba de espasmo. Extraño
recibir una llamada en sábado, y a esta hora; de alguna manera me anunciaban lo
que a continuación se fraguaría en mi contra; alguna vez debieron haberlo oído:
ese indigesto chirrido, el doloroso malestar que emprende su tintineante sabor
metálico y se mete hasta los tímpanos, y acto seguido, alguien llama
desesperadamente a la puerta.
Mi rostro se ahondaba en la perplejidad de los símbolos anteriores
que precedieron al toc toc toc ominoso al otro lado, en el corredor. Decidí que
no debía abrir, pero más tarde cómo habría de lamentar el no haber actuado
instantáneamente. Unos minutos podrían haber sido determinantes para salvar mi
pellejo. A cambio me perdí en el sentimiento vago de querer pasar
desapercibido, de no pertenecer ni un segundo más a este mundo incauto. Me
encarné en el edredón para sentir sobre mi pecho el ambiente familiar ficticio,
el que generaban mis muebles, mi habitación, mi ropa, y por un segundo olvidé
por completo la puerta, el reloj y la incómoda situación de la ventana abierta.
Me concentré en los siguientes pasos. Tenía una cita a las doce en punto en el centro,
y no quería llegar tarde. Era un negocio que me permitiría partir lejos y
abandonar esta vida de roedor malsano de una vez por todas, y decidí esperar a
que desistieran en su afán de despertarme y abrir la puerta, pero sus llamados
se intensificaron al grado de que me arrebataron totalmente de mis reflexiones
y la celestial comunión con mi cama. Observé el reloj y grité: voy.
¿Cuántos pensamientos pueden atravesar la cabeza de un hombre que
por la mañana decide levantarse y continuar con su vida interrumpida por una
visita inesperada? ¿Cuánta oscuridad puede haber entre esta maraña de
desequilibrios mentales y estos abismos que nos persuaden cuando hay peligro?
Crucé el umbral que hay entre mi cama y la puerta, y lo juro y lo digo en
serio, toda mi vida rodó por mi mente como una llanta quemada; desde el primer
momento crucial hasta el momento menos significativo para mí.
Escuché un cuchicheo, algo así como: baja la voz, escucha, ya viene.
No alcanzo a escuchar bien lo que se dicen, pero la escena me parece tan
cómica; cómica pero intrigante. Me daba la impresión de que estaban aquí para
darme una sorpresa, y que contaban con mi incrédulo asombro para concretarla.
Observé nuevamente el reloj y era impresionante caer en la cuenta de que sólo
habían pasado diez minutos. Diez insignificantes minutos para decidirme abrir
la puerta. Mi sorpresa no fue mayor cuando al abrir, un cañón de un revólver
apuntaba directo a mi cabeza. Retrocedí instantáneamente y no sé por qué no
reaccioné de distinta manera; no sé, como en las películas policiacas en donde
el héroe está capacitado para estas circunstancias, un héroe que de pronto hace
uso de las artes marciales y toma ventaja de la debilidad de su oponente: lo
toma del brazo, le quita la pistola, se toma unos segundos para mearla y
después azotársela en la cara despreciativamente. En cambio, me eché para atrás
y dejé que mi díscola imaginación se evaporara para volver a esta realidad
paradigmática: mi oponente apuntaba con un revólver directamente a mi frente y
por su mirada suspicaz, supuse que no jugaba.
Por mi
mente desfiló la pregunta ingenua: ¿a quién, en pleno siglo XXI, se le ocurre
matar a alguien con un revólver? Existen mucho mejores armas. Sin embargo, con
un solo disparo mi cráneo volaría en mil pedazos y lo único que daría muestras
verosímiles de cómo sucedieron las cosas serían mis sesos tapizando las paredes
de ese líquido rojo que determina la vida. Fue cuando entonces, y costosamente,
articulé la pregunta:
— ¿En qué les puedo ayudar, muchachos?
Se miran uno al otro y se sonríen maquiavélicamente y mi sonrisa
se unifica en el momento unísono de la mañana en que el humor, la picardía y el
terror se conciliaron para embelesar el instante embarazoso en el que me encontraba.
Me inspiraban miedo, pero en el fondo me parecían tan cómicos que pensé en
preguntar: qué les trae por aquí, no se hubieran tomado la molestia; pero uno
de ellos, al salir al pasillo, me sacó de mis cavilaciones. Permaneció ahí
mientras el que me apuntaba me entregaba un papel extraño que desdoblé con
astucia. Lo leí detenidamente.
Aunque no viene al caso citar lo escrito, pues mi asombro no me
permite tales libertades, bastaba decir que estaba a punto de morir.
La caligrafía era repulsiva y las faltas de ortografías resaltaban
de tal manera que, siendo yo un ingenuo analfabeta con tan sólo la primaria y
secundaria cursadas, me producían un maléfico horror. Inmediatamente me di
cuenta que mi aniquilador era un completo ignoro; un lerdo de pacotilla jugando
al asesino serial. Este recado me recordó las cartas de amor de la secundaria.
Las posdatas servían para disculparse por las faltas de ortografía en el texto.
Quise compartir mi observación para romper el hielo pero el asesino que tenía
frente a mí era un profesional y difícilmente reiría antes de matar a alguien.
Quizás reiría en silencio y a solas, pero no ante un pordiosero que está a
punto de perder la vida por su arma.
—No, pues ya sabes de qué se trata. ¿Dónde la tienes?
Quise gritarle: de qué madres hablas, pero tragué más saliva
mientras observaba de un lado a otro esperando el momento oportuno de que la
campana me salvara. Rápidamente ideé un plan, primero le azotaría un golpe
repentino en la mano al tiempo en que le asestaría otro en la boca de su
estómago. Eso me daría el tiempo suficiente para poder lanzarme al armario y
alcanzar el bate. Quizás habría disparos pero de esos nerviosos, que no
alcanzan a atinar a algo. El del pasillo percibe la acción, pero le toma tiempo
reaccionar. Alcanzo a cerrar la puerta. Tomo distancia y… todo parece tan
sencillo cuando lo pienso...
— ¿Dónde la tienes? No tenemos tu tiempo.
Recalca al tiempo en que se abalanza decidido a tomarme del
cuello, pero en ese intervalo, mientras articula sus órdenes de manera
perentoria, le lanzo el mejor golpe de mi vida a su muñeca y logro zafarle la
pistola de la mano. “Pinche pendejo” alcanzo a pensar en voz alta al tiempo en
que le asesto un decisivo golpe en la boca del estómago. No logro creerlo,
parece una película policiaca. Sorprendido por mi rapidez, el tipo afuera se
incorpora, pero sin reaccionar a tiempo. Cierro la puerta, le pongo seguro y la
atranco. Tomo lo primero que está a la mano, un jarrón de porcelana, y se lo
azotó a mi oponente en la cabeza. El tipo es bajito y un poco escuálido, por
eso no me cuesta nada derribarlo. Lo que lo hacía ver intimidante era el
revólver.
Corro hacia la ventana mientras el tipo de afuera busca la manera
de entrar. Salgo por la ventana y echo un vistazo, las alturas me dan vértigo.
El balcón del vecino no está tan lejos, me armo de valor, salgo y logró
apoyarme de la escultura del soporte. El edificio consta de diez pisos y me
encuentro en el cuarto, a punto de caer y morir a manos del pavimento.
Afortunadamente la ventana del vecino de al lado está abierta y
logro colarme. Se trata de una vecina, que despierta exaltada y me pregunta qué
hago ahí. Le digo que baje la voz, “afuera hay unos matones haciendo su
trabajo”, y no lo creo, pero se calla. Me acerco a la puerta y echo un vistazo
por el picaporte. Logro verlos en el pasillo. Uno de ellos está sangrando de la
frente. Me vuelvo hacia la mujer, que permanece en suspenso en la comodidad de
su cama y haciendo señas la pongo al tanto. Permanece en silencio. Cuando
vuelvo al picaporte no me bastan mis nervios para saltar del susto ante un
disparo. El tipo abre la puerta, que me golpea fuertemente y caigo,
graciosamente, al suelo. Desploma cuatro disparos a la mujer, que grita
desvaneciendo sus únicos sollozos, e inmediatamente, y con una voz gruesa y
encolerizada, me sentencia:
—Eres una mierdita con suerte, pendejete.
Y es lo último que alcanzo a escuchar. Las balas atraviesan mi
cuerpo y la sangre y la sangre la sangre me hierve de…
frío desde este otro lado.
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