24/9/16

Extrañas noticias de un pueblo sin memoria

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Y Valentina cerró los ojos. Dejó escapar un suspiro y miró las nubes que, acampando, esperaban el momento preciso para ser acarreadas por el viento de temporada. Interpolaba sus pensamientos vagos y estériles entre las elipsis de los adoquines; pensamientos abstraídos, dominados por el flujo aciago, de pronto espontáneo, del tirar del aire que caía como chorro de cascada helada sobre Guarapo de Jiménez Caudillo la tarde del dos de noviembre del dos mil siete. Años más tarde, Valentina pensará en esta fecha como uno de esos precarios indicios que vaticinan malos augurios y traen consigo la fluctuación oscura de un ambiente gélido, inspirado en aterradoras imágenes propias del congestionamiento de una maldad preconcebida por el odio.
Ningún alma transeúnte transitaba las calles a esa hora peculiar en que suelen suscitarse los encuentros oportunos. A lo lejos se asomaba el otoño galopando y esquivando el cerro. La cúpula de la iglesia parecía una de esas estampas que solían despertar la nostalgia comercial en los turistas. Años antes, Valentina conoció a varios. A estas alturas la mayor parte de la población había olvidado cómo eran.
La tarde gris asomaba las primeras estrellas, impresiones del cielo al terminar el día. Las calles se poblaban de arrebatadas hojas ya secas, que volaban en cantidades sorprendentes por todo el poblado, y de alguna manera lograban orbitar hasta alcanzar la bóveda celeste como semillas de un árbol prendido a las raíces del espacio. Valentina sintió el frío sobre sus mejillas y sonrió. Parecía comunicarse con las cosas divergentes, seriales.
Al instante, la pieza musical que solía repetir constantemente en su grabadora, y que parecía la oda inicial a esta historia, llegó a abrumarla al tiempo en que las hojas, que se desglosaban allá afuera, abanicaban el frío, y, alternando unas con otras, lograban entrar en el cuarto llevando consigo un aire gélido, incierto, perdido entre la bruma de su pieza clásica favorita y la voz maligna del tal Nicolás, que la irritaba. Vaya combinación insípida, pensó. Lo aborrecía, pero no sabía expresarlo por miedo a formar parte del caos instalado en el pueblo hace algunos años.
Abrió los ojos lentamente. Suspiró como lanzando llamas de fuego ardiendo y volvió en sí repentinamente. Las primeras constelaciones hacían acto de presencia ante una luna ocupada por dos intensas nubes que pudieron pronosticar un mal tiempo.
“Este pueblo parece estar lleno de gente muerta, ya ni expresiones hay en sus rostros carcomidos por la gentil naturaleza de las cosas. Beso universal. Valentina, en esta casa hay fantasmas llorando una historia”…
      Repentinamente, Valentina se volvió acusativamente hacia donde debía encontrarse Nicolás, pero ya no estaba ahí. El cambio de lugar habría de irritarla, sobre todo por la cautela irrevocable de sus actos dirigidos por su sardónica personalidad ¿Qué diablos circulaba en esa inestable cabeza? Se preguntaba. Esa actitud ya formaba parte de su repertorio. La sacaban de quicio. El hostil vecino se creía el heredero perfecto de las películas de terror.
Por su lado, e indiferente a las reacciones de Valentina, Nicolás tomó asiento ante el escritorio donde se distrajo inspeccionando detalladamente cada uno de los objetos desperdigados en el desorden, al tiempo en que musitaba con un diarreico silbido arrítmico la eterna pieza musical. Valentina aparentó poseer control y se volvió, indiferente, a mirar la tarde impregnada de sus símbolos tratando de despejar su mente, de separar la belleza musical, que dulcificaba su vida, del silbido hostigante del tal Nicolás.
      — ¿Qué es a lo que le temes, Valentina? ¿Qué clase de diabólico personaje rondará tu cama…? —preguntó con un ligero toque de quien consume anfetaminas. Sin decir más dejó pasar treinta segundos que se volvieron eternos, intolerables.
Estos desesperantes intervalos sin sentido, que tanto molestaban a Valentina, parecían las resacas de un loco. Parecían el fango en donde se revolcaban los perros idiotas del vecindario. Quiso decir que continuara, que terminara con esto, pero su voz parecía estancada al movimiento terso de las ramas de los árboles allá afuera, a ese tambaleante brío que mese los árboles en esta temporada de desquicio por la desesperante caída de las hojas secas; ni siquiera se dio cuenta de que dejó escapar una frase decisiva: termina ya, empiezas a desesperarme.
Nicolás la observaba firmemente porque sabía que en algún momento ella volvería su rostro hacia él. Decidido a terminar con esto movió sus labios casi a fuerza de un impulso determinante, y continuó con su relato:
      —… vivimos en una ciudad de cadáveres… una canción triste y póstuma de ritmos desquiciados ¿lees los diarios? — ¿Qué clase de persona hacía esta pregunta en estas circunstancias? La situación retórica habría de devolverla a la realidad. Todos en el pueblo solían leer el periódico día a día; qué clase de enfermo era este Nicolás, que con una sonrisa maquiavélica estampada en su rostro continuó su discurso, —cada día el sol en el alba renace con un nuevo rostro, una muerte. La luz del día nos abre las rejas del cementerio cadavérico sobre el que caminamos con duelo ¡El mundo vierte sobre nosotros su calcinante potestad, Valentina! —exclamó sin fuerza, con esa voz melancólica que parecía las olas de un mar temblando en una playa desierta.
A la Valentina parecía una voz de poeta. Por eso los odiaba, porque entre tanta cursilería no bastaba para arrebatarle el alma a las personas, sino porque con su tono pomposo sólo lograba empeorar las cosas. A su mente acudieron imágenes de antaño, cuando se solía ser feliz. Una amiga de su padre, “la loca”, como se refería a ella, una noche debió levantarse sin anunciar, y entre el tumulto de los comensales, prosiguió a recitar su improvisado monólogo de los viernes, al que algunos ya se habían acostumbrado y otros, rehuían. Como preludio solía establecer una atmósfera de tensión, de ridículo. Le hablaba a la nada. Recitaba licenciosa en un intento de prevalecer en este minúsculo espacio en el que la muerte no tiene lugar. Pero el ambiente no era el propicio. Los ahí presentes contenían la risa, aunque el rostro les supiera inmediatamente a una burla reprimida.
      Varios de los presentes abandonaban el lugar para cortar de tajo la ridícula desfachatez incómoda, pero otros simplemente resistían y se negaban a dejar a un lado su tertulia hasta que una charla con mucho más vida, cortaba incisivamente el discurso de la “loca”, que se sentaba y cerraba los ojos en un intento de llamar la atención de otra manera. Lo último que se le oía decir, y que formaba parte de sus funciones, era: estoy ciega… pero nadie le tomaba en cuenta. Días después, su muerte habría de desatar una oleada de miedo. Parecía que con su muerte sólo se había abierto un umbral difícil de cerrar.

Las figuras del ropero se tornaron de otro color. Un color mustio. Ese color era el color de los rostros putrefactos que invadían con su intrigante hedor los contornos de una habitación marchita.
Extrapolada a un mundo esquizofrénico, absorta en el silencio de un psicópata dispuesto a ejercer su maligna potestad, quiso huir más lejos. A donde ni siquiera el oxidado olor de las rejas la absorbiera. En su mente resonaba un eco lejano y triste que anunciaba un deceso local. Quiso volver los ojos pero dentro de ella encontró una excusa para quedarse sola:
               —mi papá ya no tarda, te recuerdo que no le gusta verte aquí hasta muy tarde.
               —sólo somos un diminuto punto negro dentro del estiércol de una mano poderosa que exige ser venerada con fragmentos de cosas, cosas que se pudren Valentina; siente que no nos hemos aturdido a pesar de la melancólica huida de su ceremoniosa señoría, un día vamos a ir a dar a las noticias que anuncian la muerte enterrada en alguna fosa clandestina podrida por el pasar del tiempo. Creo que estamos destinados a partir de una manera fúnebre y…

Cuando escuchó que cerraba la puerta, un alivio pasajero recorrió su espalda. Cómo se podía ser tan serio con uno mismo. Se sintió abandonada, evacuada de su cuerpo. A caso y la noche traería consigo su espeluznante maldad o quizás una caricia del otoño. ¿Por qué había dejado suspendido ese “y” ignoto y espeso? Rápidamente echó un vistazo a sus cosas sobre el escritorio, al encontrar todo en orden, sólo cerró los ojos y dedicó una de esas sonrisas íntimas al silencio de su cuarto.
         

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