10/7/13

La noche de los sueños

II

Don Carlos



Las personas que solían confundirme con Epigmento Dromedales aseguraban que nos parecíamos mucho, y aunque nuestras edades lograban diseminar los parentescos genealógicos que pudiéramos tener, la gente solía insistir haciendo preguntas tontas como qué apellidos teníamos, o que si era hijo de un familiar mío. El caso es que hasta la fecha no logro comprender por qué solían compararme, pues psicológicamente éramos muy distintos y nuestras personalidades jamás permitirían identificarnos el uno con el otro. Él era un carcamán, un bicho extrapolar que se dedicaba a incautar a la gente, y en cambio yo…, yo sólo era el simple propietario de un café-librería, que por azares y malas fortunas del destino se localizaba en un punto estratégico para este bicho arrogante y narcisista. No pude pasar desapercibido ante sus ojos de escudriñador, de roedor abrupto.
  
Otras personas aseguraban que conozco a Epigmento Dromedales desde niño. Quizás algunos despistados se atrevían a asegurar que fuimos los mejores amigos de la vida, pero no fue así, y tampoco me interesa que lo digan, jamás fue un amigo del que debería vanagloriarme y jamás nos conocimos tan bien como muchos piensan.
Pero para mi mala fortuna, una mañana Dromedales llegó a mi establecimiento, tomó asiento en la mesa del rincón —quizás porque de todas las mesas del café es la más sombría, el lugar que siempre pasa desapercibido—, y pidió un chocolate caliente. Lo serví y continué con mi rutina hasta que sonó el teléfono, y Epigmento Dromedales aprovechó esta situación para tratar de intimar conmigo. Se acercó discretamente y esperó a que terminara la llamada. Colgué el teléfono y cuando me di la vuelta, estaba ahí de pie ante mí, con un diario en la mano. Su rostro parecía el de un niño malcriado que oculta sus fechorías con el mejor de los guiños.
¿Se le ofrece algo más?
̶ Sí y no, contestó.
Cómo que sí y no, me pregunté. Eché un vistazo al joven que parecía todo un dandy y no sé por qué no levanté otra vez la bocina del teléfono y llamé a la policía. Algo en él no me agradó desde el primer momento.
Mire, no se asuste, pero quiero advertirle que de un momento a otro alguien vendrá hasta aquí para proponerle un negocio. Usted debe decir no, no quiero entrar. Le van a insistir y quizás podrían amenazarlo, pero usted debe mantener firme su decisión. Soy Epigmento Dromedales, su vecino, por si no lo ha notado. Vivo a dos puertas de su departamento. No vaya a pensar mal. Simplemente me parece que usted es un poco simpático y por si no lo ha notado bien, somos muy parecidos. Mírese en el espejo…
Fueron sus palabras macabras. Me sonrió, puso un billete en la barra y pasó a retirarse bailando un tap muy gracioso. Salió y se perdió en el tumulto de la gente que pasaba a diario por la mañana afuera del café. Jamás habría caído en la cuenta de que éramos vecinos, y sobre el parentesco, no lo voy a dudar, me causó bastante miedo. Basta decir que me no me dio confianza y que nunca nadie se acercó al café a pedirme un favor o a amenazarme de ese modo.

Pasaron los días y mi curiosidad fue en aumento, pues había dicho que era mi vecino. Nunca en la vida me había percibido o interesado en la gente que habita en los departamentos, realmente no me da tiempo de conocer a nadie, pues el café y mi vida cotidiana me exige mucho de mí. Hace años, tras la muerte de Aurora decidí que vivir solo e invertir nuestros ahorros en un café sería la mejor distracción y ocupación que me depararía el destino.
Esa noche, como de costumbre, tomé mis cosas y cerré el café. Salí a la calle motivado por las especulaciones que hice acerca de ese extraño individuo. Por otro lado sentí un poco de miedo. Que alguien llegue a amenazarte sólo abre inciertas dudas que quise despejar para sentirme de nuevo completo, sin miedos y sobre todo, confiado en que todo marcha a la perfección. Miré el reloj, eran las ocho y media. Me eché a andar mientras la gente vaciaba este lado de la ciudad.
Extrañas visiones de lo que debería ser la vida estrujada por sus aconteceres. Mendigos en las calles, prostitutas y asaltantes, se disputan su suerte durante la noche, en el proceso de cerrar el día, de llevarlo a su última consecuencia. Para un tipo de mi edad cualquier acontecimiento podría no sólo abrir portales de desesperanza, sino también procurar la misma esperanza en la muerte: no había nada de qué vanagloriarme a estas alturas. Ante la puerta vinieron varias imágenes que suele uno ver en los periódicos en las noticias que encabezan las tragedias del día. Metí la llave pero la curiosidad me carcomía por dentro. No pude más. Aunque sudé el temblor que se apoderó de mi cuerpo fui hasta la puerta vecina e intenté mirar, pero algo me detuvo. No sé qué había al otro lado, pero la sola idea de una presencia extraña me atemorizaba. Dejé que se esfumaran, así que entré en el departamento y me preparé un té con todos los aditamentos necesarios para calmar el tráfico de nervios que recorrió mi cuerpo. Por primera vez, después de superar la muerte de Aurora, me sentía inseguro en mi propio nido.