26/12/12

Puedo soportar...


Puedo soportar a alguien que dice odiar a otras personas o a los intolerantes, pero ¿a alguien que odia la música? Entiendo que los humanos seamos odiables, como el taxista de ayer que no quiso cobrarme 10 pesos menos porque argumenté que siempre me cobran menos de lo que él me estaba tratando de cobrar. Y en ese momento, lo juro, me pareció la persona más odiable del planeta; o lo contrario, quizás le parecí el más mezquino entre los mezquinos y eso fue suficiente justificación para odiarme. Puedo soportar y vivir con ello, pero ¿odiar la música? Para eso se necesita realmente estar muerto en vida.

15/12/12

poemas sueltos


quizás jamás entenderé
por qué el ciego se queda mudo
ante todo lo que ve

evito salir a las calles
evito salir a echar espumarajos
o convencer a los demás
de que el cielo es azul

a veces
cuando salgo a dar un paseo
y no tengo idea
de dónde me encuentro
suelo aturdir a los insignificantes
con mis insignificantes preguntas:
¿quién soy y qué hago aquí
entre sonámbulos distraídos
palíndromos agobiados
y maniquíes de madera o cartón?
me someto a sus radiografías
mientras me miran sorprendidos
y me dicen: eres un loco…

entonces me vuelvo a ver a todos
y me pregunto si también ellos lo saben

13/12/12

últimas palabras antes del 21-12-12

a estas alturas estoy considerando 
seriamente la opción bukowskiana
y auto-declararme borracho

lástima que esa faceta ya esté muy trillada,
de cualquier modo, la idea era buena

Poema optimista


a estas alturas
y mirando al horizonte

me entran unas perras
ganas de llorar

y en serio
quiero llorar
darle la oportunidad
a algo que motive el llanto

quiero sentir
el punto exacto
de la melancolía
y desgarrarme a gritos
por el sonido deprimente
de algún blues

lo malo es que cuando
estoy a punto de lograrlo
siempre me gana la risa  

2/12/12

Poemas sueltos


Oh, suelo Urbano
(donde el concreto es una promesa desleal)
al fin veo lo falso de tu realidad.
Un alba sin caricias, sin consuelo ni lágrimas
atormenta a los hijos marchitos del silencio.
Sendero sombrío gotas de agua,
(los comerciantes del agua caminan sin certeza).
Humeante es el paseo de los andrajosos
en estas calles inciertas
donde no hacemos otra cosa que escapar
de los conjuros del contumaz.

El pánico sabe manejarnos,
somos tan sumisos de él, como de las promesas ilusorias.
Mi demencia está a salvo en el rincón de mi soledad.
Mi era ha pasado, ya no hay puestas de sol
en mi aposento, ni lunas que contemplar
en mi balcón que da a la ciudad perdida entre el smog
El tiempo abrió una grieta en mi pasado
y me dejó el frío de una tarde de invierno.

El cansancio viene desde muy lejos
y su luz nos alumbra este túnel.
Pero los ciegos no saben caminar en lo obscuro;
y los perros se niegan a guiarnos...
ya no hay certeza en esta epidemia cibernética.
Ya no hay corrientes limpias en el viento.

¡Únanse a mi sueño y veremos cómo pasa el mar;
paciente como las flores bañadas de aire,
lento como la nada
y violento como es su naturaleza!


1/12/12

El Buscapiés


El Buscapiés
Marco Antonio Hernández Valdés



— ¿Se refiere a la inexplicable aparición del misterioso personaje?
El que toma la palabra es Quincho, que siempre suele quitarse el sombrero para sobar su cabeza calva. Es de esos enhiestos pueblerinos, orgulloso de su existencia, que acostumbra interferir tajantemente en las pláticas ajenas, sin un objetivo claro. Su nerviosa personalidad provoca que los demás perdamos el juicio; sobre todo yo, que lo tolero demasiado cuando lo entrevisto, aunque en el fondo me desesperan sus altaneras ocurrencias: nunca deja hablar a los demás, mucho menos cuando hay caña circulando en sus venas. 
      (Mi madre fue una centella).
—Fíjese que a mí también me lo contaron, pero de diferente manera.
Sus palabras aún resuenan de un lado a otro en mis memorias y revolotean sus alas perdiéndose en los abismos de mis fatigas ante una vieja chimenea y un vino añejo para recordar.

                                           (Y mi padre un rayo cruel…)








Hasta ahora nadie ha podido descifrar con exactitud los símbolos premonitorios a la aparición de aquel insólito personaje, que se coló tajantemente en la plática de temporada que sostenían el Quincho y Tirso, dos eminencias del huapango, mientras los entrevistaba una tarde a mediados de junio. La fecha quedó grabada en nuestras memorias, quizás porque lo relacionamos con las inundaciones torrenciales de ese año. Nos encontrábamos en el pórtico de la vieja casa del Quincho, y nadie sabe por qué  quimérica razón los músicos interpretaban el buscapiés a esta hora. Es muy temprano pa’ que toquen eso, recuerdo que exclamó Tirso con su habitual condescendencia. Ni tampoco sabíamos si esa noche habría huapango, o si sólo lo tocaban porque a uno de los aprendices se le ocurrió. Los presentes escuchábamos atentos. Anochecía. Cantaban los gallos. Las gallinas se disponían subir al limonero.
  — ¡Qué! ¿Lo pone nervioso el canto de los grillos, Lic.? —Quincho se dirige a mí, —los grillos cantan para ocultar los ruidos endemoniados, que pudieran provenir de entidades como la llorona u otro fantasma empedernido, —me explica mientras se quita el sombrero dejando al descubierto su graciosa calva. Suelta una risa tópica, de esas que delatan su personalidad, y continúa su relato, —pues parece ser que no sucedió como suelen contarlo. Hasta hoy nadie ha podido rememorar con exactitud qué ocurrió en aquel huapango, pero todas las versiones coinciden: se apareció el Maligno.
“Parece que fue un veinticuatro de junio, ¿verdad Tirso? Ocurrió al filo de la madrugada, durante el último huapango de las celebraciones a San Juan Bautista. Imagínese Lic.: los músicos cantan, la gente se desplaza de un lado a otro, proceden con respeto a los rituales de importancia. Sólo algún despistado se atreve a echar un vistazo al reloj: la una de la madrugada.
“A un par de cuadras, un hálito de incertidumbre anuncia el arribo de un misterioso personaje, que es precedido por el sonido de sus espuelas. La gente disfruta de los tamales, los cafés calientes, las pláticas ordinarias; mas se concentra en continuar el huapango y se pronto se abstraen, permanecen absortos en los espoleos. Ni una palabra, ni sonido alguno. Ni siquiera los perros que comen las sobras de las costillitas; nadie se vuelve a mirar hacia la calle. La gente, anonadada, se encuentra en un estado de arrobo secular, pero son los taconeos del extraño visitante, tan repentinos, melifluos y a contra tiempo, lo que genera el desconcierto.
“Cuando finalmente el extraño ata su caballo alazán al árbol más cercano a la tarima, se reanudan las pláticas y el ruido bullicioso de la noche vuelve a instalarse en este lado del pueblo. Los sorbos estruendosos al café caliente, la melodía fulgente del tamal al ser atacado con los dientes, la cantata y el verso improvisado, al otro lado de la tarima, vuelven a tomar vida. Uno y otro reanudan su plática, sin poner atención al visitante que se apresta, jarana en mano, a tomar un lugar al pié de la tarima. Cuando ejecuta el primer acorde del siquisirí, los concurrentes dejan a un lado sus quehaceres y se vuelven, por fin, para observarlo. ¡Qué arrogante!, debieron pensar, mientras las mujeres, maravilladas ante el extraño personaje, que demuestra ser brioso con su instrumento, suben a la tarima embelesadas por la melodía. Complacidas, corresponden a tan eminente virtud, percutiendo como nunca sus tacones.
“Los hombres, por su lado, se desprenden las envidias. Se internan en la fiesta rezumbando sus instrumentos, como en una danza exquisita, prohibida, en la que los músicos se abandonan al ahogo y embriaguez de la noche cósmica, como náufragos llevados por las turbias aguas; sumidos en un raro sentimiento de flaqueza y vigor: ecléctica sincronía de la vida.
“Por su parte, los guitarreros plasman sus mejores frases hasta reventar las cuerdas. Los jaraneros, motivados por la galantería, cantan y celebran a las bellezas de la noche, pero otros, abnegados por su falaz instinto de supervivencia, demuestran su altivez con fruición al visitante, que ejecuta el instrumento con virtud, que improvisa versos a granel, ganándose el respeto y admiración de las bailadoras, que se pavonean o retuercen, excitadas por la dulzura de una métrica tan perfecta, de seductora policromía…
—El problema Quincho —interrumpe Tirso, que comienza a fastidiarse del tono de la narración, — el problema es que no sucedió como lo estás contando, por una y mil razones: el Maligno sólo aparece cuando interpretan el buscapiés, su son predilecto, —insiste don Tirso ante la mirada recelosa del Quincho, que lo mira con disgusto y quisiera restregarle en la cara la consigna de un antropólogo de pueblo, que sabe de lo que habla: “pinche viejito, nomás porque me llevas diez años”, pero don Tirso retoma su discurso sin darle importancia a las tribulaciones del Quincho, —el clímax del huapango sucede cuando escuchan con atención los versos del extraño personaje. Recuerdan esta décima: mi madre fue una centella / y mi padre un rayo cruel/ que tronaba como aquél, / que retumba en las estrellas. / Tal vez las flores más bellas/ que van a reverdecer/ ó los campos al llover/ cuando florecen en mayo. / Hijo de centella y rayo/ díganme: ¿quién puedo ser?, para mí que el Maligno la pregonó intencionadamente; su propósito es claro: se trata de un acertijo. Los dos versos finales son determinantes: hijo de centella y rayo/ díganme: ¿quién puedo ser?, y ¿qué rima con ser? Nada más y nada menos que Lucifer. Por eso en este son hay que pregonar versos a lo divino, para ahuyentarlo o evitar su aparición.
Las palabras de don Tirso cascabelean en mis oídos como una clara melodía de madrugada, al tiempo en que a unos cuantos metros, esquivando las sombras de los arbustos, un menudo visitante se acerca a nosotros. Nos inspecciona tratando de encontrar una mirada afable, pero en el momento en que don Tirso finaliza su teoría, se siente un aire gélido, dañino, en el ambiente. Hasta ahora nadie ha podido descifrar a qué se debió, qué pasó en esta plática, ni por qué un tipo que, movido por la curiosidad, se nos acerca sólo para rebatir la teoría de don Tirso.
—En esa décima no hay nada de misterio, — señala el extraño, — no le busquen tres pies al gato, mucho menos intenten jugar con lo desconocido— insiste con voz solemne, que parece desquebrajarse, —tampoco busquen explicaciones sin sentido a los sucesos que por sí mismos tienen su propia explicación. Los versos de esta décima están construidos con maña, y en efecto, nos hacen pensar en la posible existencia de algo oculto, pero les aseguro que la intención no es esa. Estos versos antiquísimos hacen alusión al tiempo de cosechas y lluvias, ¡grábenselo! —acentuó. Parecía un catedrático ofreciendo una homilía,  —antes de la llegada de los españoles, los indígenas ofrecían música, canto y poesía a los dioses, con el objeto de pedir lluvias en tiempos de cosecha, agradecerles su bendición, o qué sé yo. La aparición del Maligno en este son es simplemente ilusoria, una estrategia del convencionalismo ordinario.
“Un mito sin trascendencia que persiste en la imaginación involuntaria de los pueblerinos y nada más. ¿Cuál sería la intención del Maligno al aparecer de manera irrelevante a un convite sin importancia? Si apareció, ¿por qué la gente no rememora el suceso con exactitud?
—Porque tampoco estamos seguros de cómo sucedió. A mí me lo contó mi padre, porque recuerda huapangos en los que la gente fue testigo fiel de este evento, —revela Quincho, que de nuevo se quita el sombrero para sobar nerviosamente su calva.
Reposo un par de segundos en un estado de letargo, mientras la noche cae sobre el escenario; ni siquiera notamos que en las calles ya no hay alma que las transite y que los alumnos se han desesperado de la plática y han resuelto retirarse. Exhalo un poco de aire y me dispongo a terminar con las grabaciones de campo. Del fondo del patio, una sombra de figura escuálida anuncia a Patricia, la esposa del Quincho, que trae consigo una charola de vasos con agua. Me siento exhausto, pero me interesa escuchar las conclusiones de los anfitriones. Echo un vistazo al reloj, pronto será medianoche. Pensé en lo rápido que pasa el tiempo en estas pláticas.
Intento examinar el rostro del extraño, pero no encuentro parentesco alguno, quiero decir, con los del pueblo. Aunque no había mucha luz en el patio, puedo asegurar que era de tez blanca, casi pálida. Miraba sin expresiones. Posaba un pie sobre una silla, recargaba el codo de su brazo derecho en su rodilla y miraba escrutadoramente a don Tirso que, aunque permanecía en silencio, a su rostro lo iluminaba su benévola sonrisa de siempre. Quincho era el único nervioso, le temblaba el paladar y parecía que iba a quebrar en llanto; aún así tuvo el descaro de salvar la plática sin darle importancia al juicio emitido por el foráneo.
—Usted qué va a saber de los acontecimientos de este pueblo, ¿verdad, Tirso? Les contaba de la aparición del Maligno en un huapango, y estoy cien por ciento seguro de que interpretó el siquisirí, porque es lo más lógico. Tirso, con este son saludamos con cortesía y respeto a los demás músicos. Debieron interpretar un buscapiés previo al Siquisirí del Maligno y por alguna vaga razón olvidaron pregonar versos a lo divino.
—¿Qué le hace pensar que fue el Maligno el protagonista de su historia? —replica para insistir con su argumento el extraño. Hasta ahora no sé por qué nadie le preguntó su nombre.
El errado personaje permanece callado, parece que las conjeturas se le esfuman de la mente. Observa detenidamente a Tirso, que especula para sí mismo, y a veces a Quincho.
—El buscapiés se interpretó después —deduce Tirso guiado de una corazonada. Me mira y concluye, —entrada la madrugada, cuando los músicos se acostumbran a la presencia del Maligno, caen en la cuenta de que se encuentran frente al mismísimo Diablo, porque lo descubren algunos niños, que misteriosamente deambulan por ahí. Le ven una pata de chivo y la otra de cristiano. Recuerde que los niños están dotados de inocencia pura, no contaba con ello el Maligno. En ese preciso momento los repentistas, hartos ya de su insoportable atractivo, se enfrentan a su destino sin importar las consecuencias que acarreará el hecho —sugiere don Tirso en un estado de arrobo admonitorio.
—Si así fuera, ¿no cree que el Maligno tiene asuntos más importantes que atender, que poner fin a una fiesta pagana, en donde la gente festeja como a él le agrada?
—Pero, ¿quién es usted? — pregunta don Tirso que reacciona como si al regresar a la realidad hubiese visto al Maligno, —es de mala educación interrumpir la plática de dos jerarcas de una tradición milenaria sin presentarse con ellos.
—El que los esculca no necesita presentación; su personalidad lo precede. Mucho menos necesita pedir permiso para involucrarse en una plática que sí es de su incumbencia. Pasaba por aquí y me pareció injusto que se tratara de un tema tan clásico sin tomar en cuenta los aspectos reales de la discusión.
—Quincho, ¿se celebró hoy huapango en Casa de la Leona?
—Se suspendió.
—No es verdad, vengo de ahí —replica el extraño y, después de dar una bocanada a su cigarro, costosamente articula su discurso, que más bien parece un monólogo, —me parece retrógrada que a estas alturas se crean estos cuentos para asustar a los niños. Podría hablarles conscientemente de cualquier historia relevante sin tantos eufemismos, pero ¿la aparición del Diablo en un fandango? Es infructuoso. No existen argumentos sólidos que lo sostengan; la tesis es de por sí ridícula.
“Tú, eres el antropólogo del pueblo, ¿a qué te dedicas? ¿A la arqueología de las creencias? Y tú, —por primera vez se dirige a mí, — ¿vienes a levantar encuestas para crear una estadística inútil? Don Tirso… don Tirso… Ese es su nombre, ¿cierto? Esta décima es sólo el producto de la creatividad de un poeta póstumo; es el resultado del sincretismo: dos pueblos, dos culturas. Una, la conquistada, la que debe someterse y aceptar las reglas, y la otra, la imponente.
“Las creencias de los pueblos se mantienen vivas gracias a los poetas rurales, que son los únicos capaces de recuperar nuestra identidad y mantenerla viva, vigente, señores. ¡No me vengan con chingaderas! Cómo que se apareció el Diablo…
Don Tirso se levanta de su asiento, anuncia que es demasiado tarde y quiere retirarse, si no nos importa. Por su tono de voz, se nota que le incomoda la presencia del extraño personaje, que nunca se presentó. Me levanto y tomo del brazo a don Tirso. Le indico que lo acompañaré. Quincho me mira subversivo e intenta detenerme, al tiempo en que le digo: está bien, llevo a don Tirso a su casa y vuelvo.
En el limonero, la corriente de un aire gélido perturba a las gallinas, que emiten estridentes cacaraqueos que sacan de quicio a Quincho que sin pensarlo dos veces, se precipita contra ellas lanzándoles piedras o lo primero que encuentra a su paso, unos segundos más tarde trata de callarlas azotándolas con la escoba, pero las gallinas son persistentes, y parecen burlarse de él. “Pinches gallinas culecas, cállense”, les grita. Doña Patricia, que entra en escena en medio de la noche sin notar que su cabello está alborotado, se asoma al patio poseída de un espasmo arbitrario, de confusión. “¿Quincho, qué ocurre?” pregunta, “cállate y vete a dormir”, le responde altaneramente. Don Tirso insiste a Quincho que quiere retirarse y le sugiere ir a dormir, pero Quincho es un obstinado empedernido, poseído por su necedad.
—Bueno, ultimadamente estoy en mi casa y aquí hago lo que se me dé la gana, —replica Quincho, obsequiándonos una mirada maléfica. No sé qué hacer.
Pero pienso que es inútil intentar hacer algo, a un hombre como Quincho es imposible detenerlo después de tres litros de caña en la sangre. Le hierve como un comal.
Tirso comprende que Quincho ha perdido la razón y me pide lo lleve a casa, “estoy muy viejo para andar en estos trotes”, concluye. Cuando nos volvemos, caemos en la cuenta de que nos olvidamos completamente del extraño. Partió repentinamente sin dar pista alguna. Corrí calle afuera para ver si le alcanzaba, pero pareció haberse esfumado por completo. Eché un vistazo a mis cosas, todas se encontraban en su lugar. Acompañé a don Tirso a su casa y cuando volví con Quincho, el lugar reposaba en silencio. Me retiré a la Casa de la Leona para descansar también. Mi autobús partía mañana temprano.







Cada vez que tengo la oportunidad y mi economía lo permite, me doy una escapada a las festividades de las rancherías y los pueblos. Por pesares del destino don Tirso ya no está con nosotros. Quincho difícilmente se acerca a los huapangos. Dicen que está de luto desde que murió don Tirso. De eso tiene un año, más o menos.
Aún conservo el audio, no sé si por nostalgia o porque me parece un tesoro invaluable. La dicción, con la que entonaba sus frases, capaz de arrebatar la calma a cualquier alma bondadosa, la voz melancólica y grave del extraño personaje, quedó registrada junto a la de Quincho y Tirso. Siempre la muestro a los vecinos del pueblo, esperando obtener alguna explicación o comentario, pero a nadie parece importarle. Lo que ocurrió esa tarde sólo pasará a formar parte de esos acontecimientos, que carecen de elementos sustentables para demostrarlos, y su destino es la del olvido, a donde se pierden todas esas historias que no logran salir de la memoria; digo, de la memoria de Quincho, que es el único que podría esclarecer la historia.