II
Don Carlos
Las personas que solían confundirme con
Epigmento Dromedales aseguraban que nos parecíamos mucho, y aunque nuestras
edades lograban diseminar los parentescos genealógicos que pudiéramos tener, la
gente solía insistir haciendo preguntas tontas como qué apellidos teníamos, o
que si era hijo de un familiar mío. El caso es que hasta la fecha no logro
comprender por qué solían compararme, pues psicológicamente éramos muy
distintos y nuestras personalidades jamás permitirían identificarnos el uno con
el otro. Él era un carcamán, un bicho extrapolar que se dedicaba a incautar a
la gente, y en cambio yo…, yo sólo era el simple propietario de un
café-librería, que por azares y malas fortunas del destino se localizaba en un
punto estratégico para este bicho arrogante y narcisista. No pude pasar
desapercibido ante sus ojos de escudriñador, de roedor abrupto.
Otras personas aseguraban que conozco a Epigmento
Dromedales desde niño. Quizás algunos despistados se atrevían a asegurar que
fuimos los mejores amigos de la vida, pero no fue así, y tampoco me interesa
que lo digan, jamás fue un amigo del que debería vanagloriarme y jamás nos
conocimos tan bien como muchos piensan.
Pero para mi mala fortuna, una
mañana Dromedales llegó a mi establecimiento, tomó asiento en la mesa del
rincón —quizás porque de todas las mesas del café es la más sombría, el lugar
que siempre pasa desapercibido—, y pidió un chocolate caliente. Lo serví y
continué con mi rutina hasta que sonó el teléfono, y Epigmento Dromedales
aprovechó esta situación para tratar de intimar conmigo. Se acercó
discretamente y esperó a que terminara la llamada. Colgué el teléfono y cuando
me di la vuelta, estaba ahí de pie ante mí, con un diario en la mano. Su rostro
parecía el de un niño malcriado que oculta sus fechorías con el mejor de los
guiños.
‒ ¿Se le ofrece algo más?
̶ Sí y no, contestó.
Cómo que sí y no, me pregunté.
Eché un vistazo al joven que parecía todo un dandy y no sé por qué no levanté
otra vez la bocina del teléfono y llamé a la policía. Algo en él no me agradó
desde el primer momento.
‒ Mire, no se asuste, pero quiero advertirle que de un momento
a otro alguien vendrá hasta aquí para proponerle un negocio. Usted debe decir
no, no quiero entrar. Le van a insistir y quizás podrían amenazarlo, pero usted
debe mantener firme su decisión. Soy Epigmento Dromedales, su vecino, por si no
lo ha notado. Vivo a dos puertas de su departamento. No vaya a pensar mal.
Simplemente me parece que usted es un poco simpático y por si no lo ha notado
bien, somos muy parecidos. Mírese en el espejo…
Fueron sus palabras macabras.
Me sonrió, puso un billete en la barra y pasó a retirarse bailando un tap muy
gracioso. Salió y se perdió en el tumulto de la gente que pasaba a diario por
la mañana afuera del café. Jamás habría caído en la cuenta de que éramos
vecinos, y sobre el parentesco, no lo voy a dudar, me causó bastante miedo.
Basta decir que me no me dio confianza y que nunca nadie se acercó al café a
pedirme un favor o a amenazarme de ese modo.
Pasaron los días y mi
curiosidad fue en aumento, pues había dicho que era mi vecino. Nunca en la vida
me había percibido o interesado en la gente que habita en los departamentos,
realmente no me da tiempo de conocer a nadie, pues el café y mi vida cotidiana
me exige mucho de mí. Hace años, tras la muerte de Aurora decidí que vivir solo
e invertir nuestros ahorros en un café sería la mejor distracción y ocupación
que me depararía el destino.
Esa noche, como de costumbre,
tomé mis cosas y cerré el café. Salí a la calle motivado por las especulaciones
que hice acerca de ese extraño individuo. Por otro lado sentí un poco de miedo.
Que alguien llegue a amenazarte sólo abre inciertas dudas que quise despejar
para sentirme de nuevo completo, sin miedos y sobre todo, confiado en que todo
marcha a la perfección. Miré el reloj, eran las ocho y media. Me eché a andar
mientras la gente vaciaba este lado de la ciudad.
Extrañas visiones de lo que
debería ser la vida estrujada por sus aconteceres. Mendigos en las calles,
prostitutas y asaltantes, se disputan su suerte durante la noche, en el proceso
de cerrar el día, de llevarlo a su última consecuencia. Para un tipo de mi edad
cualquier acontecimiento podría no sólo abrir portales de desesperanza, sino
también procurar la misma esperanza en la muerte: no había nada de qué
vanagloriarme a estas alturas. Ante la puerta vinieron varias imágenes que
suele uno ver en los periódicos en las noticias que encabezan las tragedias del
día. Metí la llave pero la curiosidad me carcomía por dentro. No pude más.
Aunque sudé el temblor que se apoderó de mi cuerpo fui hasta la puerta vecina e
intenté mirar, pero algo me detuvo. No sé qué había al otro lado, pero la sola
idea de una presencia extraña me atemorizaba. Dejé que se esfumaran, así que
entré en el departamento y me preparé un té con todos los aditamentos
necesarios para calmar el tráfico de nervios que recorrió mi cuerpo. Por
primera vez, después de superar la muerte de Aurora, me sentía inseguro en mi
propio nido.
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