9/3/13

Extrañas noticias de un pueblo sin recuerdos

Extrañas noticias de un pueblo sin recuerdos
Marco Antonio Hernández Valdés




I

La ventana se encontraba abierta y el tumulto de los rayos del sol mudo se colaba a mi habitación, deslizando en las cortinas su resplandor atómico que, escandalizado, me anunciaba las siete y media de la mañana. La luz me causó tal repudio que debí odiarme al recordar que olvidé cerrar la ventana la noche pasada. Todo me parecía tan extraño como ese chillido metálico del tintinear del reloj, que me aturdía tanto. Con dificultad tragaba saliva y al atorarse en mi garganta, junto con el reloj, me anunciaba la tragedia que habría de culminar con mi vida minutos después. 


Cuántas imágenes rodaron por mi cabeza sin encontrar su cauce. Olía bastante a cigarro. Debí fumar durante mucho tiempo mientras conciliaba el sueño. Rara vez fumaba en estos días. Tampoco recordé qué propició de pronto cambiar de parecer.
Di una bocanada de aire tan profunda que me pareció que en ese momento se consumarían los tiempos. Deseé callar a golpes al molesto tintinear del reloj. Parecía que hoy el mundo se había puesto de acuerdo para hacerme la vida de cuadritos. Las horas parecían permanecer silenciosas sin dar su paso clave. Y de pronto sonó el teléfono. Ese esquelético sonido deprimente, tan repentino, me vino a recordar que era sábado. No tenía ganas de atender la llamada, quizás porque su melodía lovecraftiana preconizaba un escalofriante miedo en el ambiente; tanteaban mis nervios voraces.
Tanta lucidez en mis reflexiones me cargaba de espasmo. Extraño recibir una llamada en sábado, y a esta hora; de alguna manera me anunciaban lo que a continuación se fraguaría en mi contra; alguna vez debieron haberlo oído: ese indigesto chirrido, el doloroso malestar que emprende su tintineante sabor metálico y se mete hasta los tímpanos, y acto seguido, alguien llama desesperadamente a la puerta.
Mi rostro se ahondaba en la perplejidad de los símbolos anteriores que precedieron al toc toc toc ominoso al otro lado, en el corredor. Decidí que no debía abrir, pero más tarde cómo habría de lamentar el no haber actuado instantáneamente. Unos minutos podrían haber sido determinantes para salvar mi pellejo. A cambio me perdí en el sentimiento vago de querer pasar desapercibido, de no pertenecer ni un segundo más a este mundo incauto. Me encarné en el edredón para sentir sobre mi pecho el ambiente familiar ficticio, el que generaban mis muebles, mi habitación, mi ropa, y por un segundo olvidé por completo la puerta, el reloj y la incómoda situación de la ventana abierta. Me concentré en los siguientes pasos. Tenía una cita a las doce en punto en el centro, y no quería llegar tarde. Era un negocio que me permitiría partir lejos y abandonar esta vida de roedor malsano de una vez por todas, y decidí esperar a que desistieran en su afán de despertarme y abrir la puerta, pero sus llamados se intensificaron al grado de que me arrebataron totalmente de mis reflexiones y la celestial comunión con mi cama. Observé el reloj y grité: voy.
¿Cuántos pensamientos pueden atravesar la cabeza de un hombre que por la mañana decide levantarse y continuar con su vida interrumpida por una visita inesperada? ¿Cuánta oscuridad puede haber entre esta maraña de desequilibrios mentales y estos abismos que nos persuaden cuando hay peligro? Crucé el umbral que hay entre mi cama y la puerta, y lo juro y lo digo en serio, toda mi vida rodó por mi mente como una llanta quemada; desde el primer momento crucial hasta el momento menos significativo para mí.
Escuché un cuchicheo, algo así como: baja la voz, escucha, ya viene. No alcanzo a escuchar bien lo que se dicen, pero la escena me parece tan cómica; cómica pero intrigante. Me daba la impresión de que estaban aquí para darme una sorpresa, y que contaban con mi incrédulo asombro para concretarla. Observé nuevamente el reloj y era impresionante caer en la cuenta de que sólo habían pasado diez minutos. Diez insignificantes minutos para decidirme abrir la puerta. Mi sorpresa no fue mayor cuando al abrir, un cañón de un revólver apuntaba directo a mi cabeza. Retrocedí instantáneamente y no sé por qué no reaccioné de distinta manera; no sé, como en las películas policiacas en donde el héroe está capacitado para estas circunstancias, un héroe que de pronto hace uso de las artes marciales y toma ventaja de la debilidad de su oponente: lo toma del brazo, le quita la pistola, se toma unos segundos para mearla y después azotársela en la cara despreciativamente. En cambio, me eché para atrás y dejé que mi díscola imaginación se evaporara para volver a esta realidad paradigmática: mi oponente apuntaba con un revólver directamente a mi frente y por su mirada suspicaz, supuse que no jugaba.


Por mi mente desfiló la pregunta ingenua: ¿a quién, en pleno siglo XXI, se le ocurre matar a alguien con un revólver? Existen mucho mejores armas. Sin embargo, con un solo disparo mi cráneo volaría en mil pedazos y lo único que daría muestras verosímiles de cómo sucedieron las cosas serían mis sesos tapizando las paredes de ese líquido rojo que determina la vida. Fue cuando entonces, y costosamente, articulé la pregunta:
—       ¿En qué les puedo ayudar, muchachos?
Se miran uno al otro y se sonríen maquiavélicamente y mi sonrisa se unifica en el momento unísono de la mañana en que el humor, la picardía y el terror se conciliaron para embelesar el instante embarazoso en el que me encontraba. Me inspiraban miedo, pero en el fondo me parecían tan cómicos que pensé en preguntar: qué les trae por aquí, no se hubieran tomado la molestia; pero uno de ellos, al salir al pasillo, me sacó de mis cavilaciones. Permaneció ahí mientras el que me apuntaba me entregaba un papel extraño que desdoblé con astucia. Lo leí detenidamente.
Aunque no viene al caso citar lo escrito, pues mi asombro no me permite tales libertades, bastaba decir que estaba a punto de morir.
La caligrafía era repulsiva y las faltas de ortografías resaltaban de tal manera que, siendo yo un ingenuo analfabeta con tan sólo la primaria y secundaria cursadas, me producían un maléfico horror. Inmediatamente me di cuenta que mi aniquilador era un completo ignoro; un lerdo de pacotilla jugando al asesino serial. Este recado me recordó las cartas de amor de la secundaria. Las posdatas servían para disculparse por las faltas de ortografía en el texto. Quise compartir mi observación para romper el hielo pero el asesino que tenía frente a mí era un profesional y difícilmente reiría antes de matar a alguien. Quizás reiría en silencio y a solas, pero no ante un pordiosero que está a punto de perder la vida por su arma.
—No, pues ya sabes de qué se trata. ¿Dónde la tienes?
Quise gritarle: de qué madres hablas, pero tragué más saliva mientras observaba de un lado a otro esperando el momento oportuno de que la campana me salvara. Rápidamente ideé un plan, primero le azotaría un golpe repentino en la mano al tiempo en que le asestaría otro en la boca de su estómago. Eso me daría el tiempo suficiente para poder lanzarme al armario y alcanzar el bate. Quizás habría disparos pero de esos nerviosos, que no alcanzan a atinar a algo. El del pasillo percibe la acción, pero le toma tiempo reaccionar. Alcanzo a cerrar la puerta. Tomo distancia y… todo parece tan sencillo cuando lo pienso...
—       ¿Dónde la tienes? No tenemos tu tiempo.
Recalca al tiempo en que se abalanza decidido a tomarme del cuello, pero en ese intervalo, mientras articula sus órdenes de manera perentoria, le lanzo el mejor golpe de mi vida a su muñeca y logro zafarle la pistola de la mano. “Pinche pendejo” alcanzo a pensar en voz alta al tiempo en que le asesto un decisivo golpe en la boca del estómago. No logro creerlo, parece una película policiaca. Sorprendido por mi rapidez, el tipo afuera se incorpora, pero sin reaccionar a tiempo. Cierro la puerta, le pongo seguro y la atranco. Tomo lo primero que está a la mano, un jarrón de porcelana, y se lo azotó a mi oponente en la cabeza. El tipo es bajito y un poco escuálido, por eso no me cuesta nada derribarlo. Lo que lo hacía ver intimidante era el revólver.
Corro hacia la ventana mientras el tipo de afuera busca la manera de entrar. Salgo por la ventana y echo un vistazo, las alturas me dan vértigo. El balcón del vecino no está tan lejos, me armo de valor, salgo y logró apoyarme de la escultura del soporte. El edificio consta de diez pisos y me encuentro en el cuarto, a punto de caer y morir a manos del pavimento.
Afortunadamente la ventana del vecino de al lado está abierta y logro colarme. Se trata de una vecina, que despierta exaltada y me pregunta qué hago ahí. Le digo que baje la voz, “afuera hay unos matones haciendo su trabajo”, y no lo creo, pero se calla. Me acerco a la puerta y echo un vistazo por el picaporte. Logro verlos en el pasillo. Uno de ellos está sangrando de la frente. Me vuelvo hacia la mujer, que permanece en suspenso en la comodidad de su cama y haciendo señas la pongo al tanto. Permanece en silencio. Cuando vuelvo al picaporte no me bastan mis nervios para saltar del susto ante un disparo. El tipo abre la puerta, que me golpea fuertemente y caigo, graciosamente, al suelo. Desploma cuatro disparos a la mujer, que grita desvaneciendo sus únicos sollozos, e inmediatamente, y con una voz gruesa y encolerizada, me sentencia:
—Eres una mierdita con suerte, pendejete.
Y es lo último que alcanzo a escuchar. Las balas atraviesan mi cuerpo y la sangre y la sangre la sangre me hierve de…

                                



                                             frío desde este otro lado.

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