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15/5/11

Movimiento musical en San Cristóbal de las Casas

Movimiento musical en San Cristóbal de las Casas
Marco Antonio Hernández Valdés

I
El movimiento musical en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, hoy en día es efervescente, y, digamos de hace algunos años, un poco excluyente. Excluyente y de hace algunos años porque en los bares nocturnos sólo se escuchaba Reggae, y muy en mi opinión, insípido, y sinceramente nunca me ha fascinado el género. En cualquier bar y a la misma hora de siempre se hallaba a los mismos siempre bohemios de la noche; a esa misma hora y mismo TODO, se escuchaba la misma repetida ---y hasta el cansancio--- canción que bailaban las muchachas y que dio camino libre a los casanovas cuyo instinto  imperturbable de apareación, evolucionado paralelamente a sus hormonas, acaparaban, en su reducido plano de existencia, la atención absoluta de toda rubia y precoz gringa. De esas que buscan a un aborigen enigmático portador de la verdad en un contexto puramente mexicano para llevar al extremo de la saciedad delirios que acometen temas sexuales, prohibidos en su tierra y patria. Hablo de esas gueritas que piden el favor de algún exótico espécimen o mexican kurius, reflejo de nuestro etnocentrismo hacia lo de afuera. Así era la mera moda en San Cristóbal de las Casas. Ser chaparro, prieto, narizón y vestir de hippie contemporáneo, alejado de las tendencias neo-europeas o neo-americanas, precursor de los movimientos revolucionarios, era la moda de las nuevas generaciones auto-proclamadas: los Chango leones por antonomasia, cuyo manifiesto hippie basado en el amor y la paz declinaba en la única música reservada a ellos: el reggae, y con la cual se identificaban.
         Resta decir que el reggae se rezagó.
Ese acontecimiento se suscitó hace un par de años, San Cristóbal se asestó de los seguidores de este género para justificar sus pasiones. El reggae parecía absorber todos los lugares; sin embargo, aparecieron foros efímeros que prometían bastante, uno de ellos fue Los talleres. Un lugar jamás dado a la perdición, se llegaba a la hora que se quisiera y se tomaba uno una cerveza mientras dos parroquianos disputaban sus censuras en un juego de ajedrez. La banda de jazz se abría paso entre los asistentes (de alcurnia diría yo, no de esos que gustan de las parrandas a lo pendejo), y al poco rato la música amenizaba el lugar. Todo mundo permanecía atento.
         En ocasiones dos músicos se miraban de reojo diciéndose el uno al otro: qué, ¿nos aventamos un palomazo? Y a los pocos minutos interpretaban una melodía. El ritual nos devolvía a la forma precaria de comunicación: la música. Al poco rato algún guitarrista despistado, propenso a palomear, correspondía a la seña de asentimiento esperada. La noche había avanzado y el escenario era tomado por un grupo de músicos desconocidos.
         Se podría decir que Los talleres cumplió un papel principal en la historia musical de San Cristóbal de las casas; lamentablemente el lugar cerró poco antes de mi partida, a mi regreso habían inaugurado Dada’s Club, y dale con el jazz. Pero no recuerdo haber visto caras desconocidas como se acostumbraba en los talleres. El movimiento continúa, un grupo de jazz abastece a toda una población enardecida y su mérito merece; persistir pese a la situación que obliga a muchos a dedicarse a otra cosa es un mérito. Si un músico de jazz tenía muchas posibilidades, el mal sabor de boca que nos deja la economía, lo obligó a truncar esa enorme carrera jazzística para dedicarse al rock. En una ocasión asistí a un concierto de rock, grupo cuyo nombre no recuerdo; al baterista –ex-jazzista--, se le veía una cara de remordimiento, de insatisfacción involucrada con esa desazón implantada por la desesperación. Y ¿qué fue de aquellas noches de improvisación? De aquellas noches en las que músicos y poetas embriagados acudían al llamado de los amantes del jazz. La fiesta en los talleres era una aproximación al fandango del son jarocho, cada músico reemplazaba ese espacio vacío para meterse a tiempo con la música, para desdoblar todo mito creado por el inconsciente en vistas de interpretar una realidad. ¿Cuál? Tal vez en El perseguidor de Julio Cortázar hallemos la respuesta acertada a esta incertidumbre incomprensible.

Siguiendo el itinerario musical guiado por mis reminiscencias, citaré nomás para no dejar a un lado este recuerdo, otro fenómeno. Éste tuvo lugar en los cafés; muchachitos precursores de Nicho Hinojosa salidos de casa de papi y mami establecieron la trova para ser venerada por los rebeldes sin idiosincrasia. No existen muchos seguidores, tal vez porque el género se ha desvirtuado tanto que cantar cursilerías les da lo mismo que cantar un corrido tergiversado y ataviado  con semitonos y toda la cosa nomás para ponerlo de moda. Y da lo mismo a los intérpretes y a sus grupis, jamás entenderé este ritual. Mejor sería sólo mencionarlo por el mero gusto de mencionarlo. Sin embargo no estoy en contra de la trova, simplemente no existe propuesta digna de referir.

Por otro lado, y no me quiero creer mucho, el son jarocho ha tomado una iniciativa de hace un par de años a la fecha. En el 2006 pasé una temporada en San Cristóbal de las casas. Llegué con Sajjo, el brujo del pandero, y a los dos meses nos alcanzó Rodolfo y David, y a principios del verano formamos un grupo de nueve músicos. Pero no nos duró el gusto: por pleitos y disputas surgidas de un capricho cuatro de estos elementos partieron dejándonos un vacío que lamenté durante los próximos tres meses. Para la temporada baja nos habían prometido un espacio en California y motivados por esta invitación nos fuimos a Veracruz, pero sólo logramos llegar a Puebla, los mismos pleitos y caprichos hicieron acto de presencia estropeando el plan de subir a la frontera.
         El año pasado volví a San Cristóbal de las Casas, la cara en alto y sacrificando mucho de mí. Le grité a los cuatro vientos con un dedo en alto que no me dejaría chingar por la adversidad, y heme aquí, con un grupo de son jarocho cuya propuesta es buena, por lo que nos han dicho. A las fiestas asistimos con el semblante regocijado por las incandescentes miradas de los amantes del son. Sin embargo aún tengo en mente una encarnizada cólera de lucha por emprender: establecer el fandango tradicional como una forma de vida. Hace dos años San Cristóbal vio el nacimiento de un lugar dedicado al fandango: el Espiral (había en mi cabeza garabatos formados en serie con tendencias y pretensiones, las de hacer del Espiral una casa dedicada al son jarocho). Con nuestra llegada se consolidó el florecimiento de este espacio, tiempo atrás, almas imperturbables rondaban en el incansable silencio de san Cristóbal. Y es un agradecimiento impensable con el cual sucumbo ante este teclado al querer rememorar mis andanzas. Mes con mes la situación fue cambiando, fuimos formando una familia y día con día nos sorprende el fruto del tiempo consagrado al son.
         El movimiento de son jarocho en San Cristóbal es un tanto excluyente, los fandangueros mexicanos queremos gozar de los privilegios que merecemos, y no tanto por querernos sentir más que los demás, o que la dura y cruel situación ante el extranjero nos forme una faceta de xenofobia recurrente e inexplicable, sino simplemente por el mero gusto de dar difusión a este género tradicional, labor que nos compete por ser mexicanos y por residir en una extensión de nuestra tierra y, aventurada opinión, para fomentar la apreciación de nuestras tradiciones.


En una presentación en el auditorio de la facultad de derecho de la UNACH (se entregaba un reconocimiento a un trompetista coleto cuya incursión en la música era digna de admirar), me atreví a mis anchas a dar un discurso sobre el origen del son jarocho citando las fuentes del tema oportunamente en plan de evasiva, y recuerdo que dije algo más o menos así: el son jarocho actual, contemporáneo, moderno o como se le quiera llamar (no me gusta caer en el infantilismo de la etiqueta) a nuestro estilo no rememora la tradición del fandango, más bien se adapta a las nuevas tendencias, en especial las de San Cristóbal. De ahí que empleemos el término:fusión en vez de la etiqueta elaborada. Pero, aunque la euforia se extienda a otras fronteras musicales, nuestro respeto y admiración a los ancianos y a la gente de las comunidades soneras siempre irán por delante; tratamos de hacer fandangos tradicionales de una manera jarocha para no ofender a los energúmenos nostálgicos empecinados en defender las tradiciones sin argumentos sólidos (al fin y al cabo los ancianos tienen la última palabra).