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Y Valentina cerró los ojos.
Dejó escapar un suspiro y miró las nubes que, acampando, esperaban el momento
preciso para ser acarreadas por el viento de temporada. Interpolaba sus
pensamientos vagos y estériles entre las elipsis de los adoquines; pensamientos abstraídos,
dominados por el flujo aciago, de pronto espontáneo, del tirar del aire que
caía como chorro de cascada helada sobre Guarapo de Jiménez Caudillo la tarde
del dos de noviembre del dos mil siete. Años más tarde, Valentina pensará en
esta fecha como uno de esos precarios indicios que vaticinan malos augurios y traen
consigo la fluctuación oscura de un ambiente gélido, inspirado en aterradoras
imágenes propias del congestionamiento de una maldad preconcebida por el odio.
Ningún
alma transeúnte transitaba las calles a esa hora peculiar en que suelen
suscitarse los encuentros oportunos. A lo lejos se asomaba el otoño galopando y
esquivando el cerro. La cúpula de la iglesia parecía una de esas estampas que
solían despertar la nostalgia comercial en los turistas. Años antes, Valentina
conoció a varios. A estas alturas la mayor parte de la población había olvidado
cómo eran.
La tarde
gris asomaba las primeras estrellas, impresiones del cielo al terminar el día.
Las calles se poblaban de arrebatadas hojas ya secas, que volaban en cantidades
sorprendentes por todo el poblado, y de alguna manera lograban orbitar hasta
alcanzar la bóveda celeste como semillas de un árbol prendido a las raíces del
espacio. Valentina sintió el frío sobre sus mejillas y sonrió. Parecía
comunicarse con las cosas divergentes, seriales.
Al
instante, la pieza musical que solía repetir constantemente en su grabadora, y
que parecía la oda inicial a esta historia, llegó a abrumarla al tiempo en que
las hojas, que se desglosaban allá afuera, abanicaban el frío, y, alternando
unas con otras, lograban entrar en el cuarto llevando consigo un aire gélido,
incierto, perdido entre la bruma de su pieza clásica favorita y la voz maligna
del tal Nicolás, que la irritaba. Vaya combinación insípida, pensó. Lo aborrecía,
pero no sabía expresarlo por miedo a formar parte del caos instalado en el
pueblo hace algunos años.
Abrió
los ojos lentamente. Suspiró como lanzando llamas de fuego ardiendo y volvió en
sí repentinamente. Las primeras constelaciones hacían acto de presencia ante
una luna ocupada por dos intensas nubes que pudieron pronosticar un mal tiempo.
“Este
pueblo parece estar lleno de gente muerta, ya ni expresiones hay en sus rostros
carcomidos por la gentil naturaleza de las cosas. Beso universal. Valentina, en
esta casa hay fantasmas llorando una historia”…
Repentinamente, Valentina se volvió acusativamente hacia donde
debía encontrarse Nicolás, pero ya no estaba ahí. El cambio de lugar habría de
irritarla, sobre todo por la cautela irrevocable de sus actos dirigidos por su
sardónica personalidad ¿Qué diablos circulaba en esa inestable cabeza? Se
preguntaba. Esa actitud ya formaba parte de su repertorio. La sacaban de
quicio. El hostil vecino se creía el heredero perfecto de las películas de
terror.
Por su
lado, e indiferente a las reacciones de Valentina, Nicolás tomó asiento ante el
escritorio donde se distrajo inspeccionando detalladamente cada uno de los
objetos desperdigados en el desorden, al tiempo en que musitaba con un
diarreico silbido arrítmico la eterna pieza musical. Valentina aparentó poseer
control y se volvió, indiferente, a mirar la tarde impregnada de sus símbolos
tratando de despejar su mente, de separar la belleza musical, que dulcificaba
su vida, del silbido hostigante del tal Nicolás.
— ¿Qué es a lo que le temes, Valentina? ¿Qué clase de diabólico
personaje rondará tu cama…? —preguntó con un ligero toque de quien consume
anfetaminas. Sin decir más dejó pasar treinta segundos que se volvieron eternos,
intolerables.
Estos
desesperantes intervalos sin sentido, que tanto molestaban a Valentina,
parecían las resacas de un loco. Parecían el fango en donde se revolcaban los
perros idiotas del vecindario. Quiso decir que continuara, que terminara con
esto, pero su voz parecía estancada al movimiento terso de las ramas de los
árboles allá afuera, a ese tambaleante brío que mese los árboles en esta temporada
de desquicio por la desesperante caída de las hojas secas; ni siquiera se dio
cuenta de que dejó escapar una frase decisiva: termina ya, empiezas a desesperarme.
Nicolás
la observaba firmemente porque sabía que en algún momento ella volvería su rostro
hacia él. Decidido a terminar con esto movió sus labios casi a fuerza de un
impulso determinante, y continuó con su relato:
—… vivimos en una ciudad de cadáveres… una canción triste y
póstuma de ritmos desquiciados ¿lees los diarios? — ¿Qué clase de persona hacía
esta pregunta en estas circunstancias? La situación retórica habría de
devolverla a la realidad. Todos en el pueblo solían leer el periódico día a
día; qué clase de enfermo era este Nicolás, que con una sonrisa maquiavélica
estampada en su rostro continuó su discurso, —cada día el sol en el alba renace
con un nuevo rostro, una muerte. La luz del día nos abre las rejas del
cementerio cadavérico sobre el que caminamos con duelo ¡El mundo vierte sobre
nosotros su calcinante potestad, Valentina! —exclamó sin fuerza, con esa voz
melancólica que parecía las olas de un mar temblando en una playa desierta.
A la
Valentina parecía una voz de poeta. Por eso los odiaba, porque entre tanta
cursilería no bastaba para arrebatarle el alma a las personas, sino porque con
su tono pomposo sólo lograba empeorar las cosas. A su mente acudieron imágenes
de antaño, cuando se solía ser feliz. Una amiga de su padre, “la loca”, como se
refería a ella, una noche debió levantarse sin anunciar, y entre el tumulto de
los comensales, prosiguió a recitar su improvisado monólogo de los viernes, al
que algunos ya se habían acostumbrado y otros, rehuían. Como preludio solía
establecer una atmósfera de tensión, de ridículo. Le hablaba a la nada. Recitaba
licenciosa en un intento de prevalecer en este minúsculo espacio en el que la
muerte no tiene lugar. Pero el ambiente no era el propicio. Los ahí presentes
contenían la risa, aunque el rostro les supiera inmediatamente a una burla
reprimida.
Varios de los presentes abandonaban el lugar para cortar de
tajo la ridícula desfachatez incómoda, pero otros simplemente resistían y se
negaban a dejar a un lado su tertulia hasta que una charla con mucho más vida,
cortaba incisivamente el discurso de la “loca”, que se sentaba y cerraba los ojos
en un intento de llamar la atención de otra manera. Lo último que se le oía
decir, y que formaba parte de sus funciones, era: estoy ciega… pero nadie le
tomaba en cuenta. Días después, su muerte habría de desatar una oleada de miedo.
Parecía que con su muerte sólo se había abierto un umbral difícil de cerrar.
Las figuras del ropero se
tornaron de otro color. Un color mustio. Ese color era el color de los rostros
putrefactos que invadían con su intrigante hedor los contornos de una
habitación marchita.
Extrapolada
a un mundo esquizofrénico, absorta en el silencio de un psicópata dispuesto a
ejercer su maligna potestad, quiso huir más lejos. A donde ni siquiera el
oxidado olor de las rejas la absorbiera. En su mente resonaba un eco lejano y
triste que anunciaba un deceso local. Quiso volver los ojos pero dentro de ella
encontró una excusa para quedarse sola:
—mi papá ya no tarda, te recuerdo que no le gusta
verte aquí hasta muy tarde.
—sólo somos un diminuto punto negro dentro del
estiércol de una mano poderosa que exige ser venerada con fragmentos de cosas,
cosas que se pudren Valentina; siente que no nos hemos aturdido a pesar de la
melancólica huida de su ceremoniosa señoría, un día vamos a ir a dar a las
noticias que anuncian la muerte enterrada en alguna fosa clandestina podrida
por el pasar del tiempo. Creo que estamos destinados a partir de una manera
fúnebre y…
Cuando
escuchó que cerraba la puerta, un alivio pasajero recorrió su espalda. Cómo se
podía ser tan serio con uno mismo. Se sintió abandonada, evacuada de su cuerpo.
A caso y la noche traería consigo su espeluznante maldad o quizás una caricia
del otoño. ¿Por qué había dejado suspendido ese “y” ignoto y espeso?
Rápidamente echó un vistazo a sus cosas sobre el escritorio, al encontrar todo
en orden, sólo cerró los ojos y dedicó una de esas sonrisas íntimas al silencio
de su cuarto.