El
Buscapiés
Marco Antonio Hernández Valdés
—
¿Se refiere a la inexplicable aparición del misterioso personaje?
El que toma la palabra es Quincho, que siempre
suele quitarse el sombrero para sobar su cabeza calva. Es de esos enhiestos
pueblerinos, orgulloso de su existencia, que acostumbra interferir tajantemente
en las pláticas ajenas, sin un objetivo claro. Su nerviosa personalidad provoca
que los demás perdamos el juicio; sobre todo yo, que lo tolero demasiado cuando
lo entrevisto, aunque en el fondo me desesperan sus altaneras ocurrencias:
nunca deja hablar a los demás, mucho menos cuando hay caña circulando en sus
venas.
(Mi madre fue una centella).
—Fíjese que a mí también me lo contaron, pero
de diferente manera.
Sus palabras aún resuenan de un lado a otro en
mis memorias y revolotean sus alas perdiéndose en los abismos de mis fatigas
ante una vieja chimenea y un vino añejo para recordar.
(Y mi padre un rayo cruel…)
Hasta
ahora nadie ha podido descifrar con exactitud los símbolos premonitorios a la
aparición de aquel insólito personaje, que se coló tajantemente en la plática
de temporada que sostenían el Quincho y Tirso, dos eminencias del huapango,
mientras los entrevistaba una tarde a mediados de junio. La fecha quedó grabada
en nuestras memorias, quizás porque lo relacionamos con las inundaciones
torrenciales de ese año. Nos encontrábamos en el pórtico de la vieja casa del
Quincho, y nadie sabe por qué quimérica razón
los músicos interpretaban el buscapiés a esta hora. Es muy temprano pa’ que toquen eso, recuerdo que exclamó Tirso con
su habitual condescendencia. Ni tampoco sabíamos si esa noche habría huapango,
o si sólo lo tocaban porque a uno de los aprendices se le ocurrió. Los
presentes escuchábamos atentos. Anochecía. Cantaban los gallos. Las gallinas se
disponían subir al limonero.
— ¡Qué! ¿Lo pone nervioso el
canto de los grillos, Lic.? —Quincho se dirige a mí, —los grillos cantan para
ocultar los ruidos endemoniados, que pudieran provenir de entidades como la
llorona u otro fantasma empedernido, —me explica mientras se quita el sombrero
dejando al descubierto su graciosa calva. Suelta una risa tópica, de esas que
delatan su personalidad, y continúa su relato, —pues parece ser que no sucedió
como suelen contarlo. Hasta hoy nadie ha podido rememorar con exactitud qué
ocurrió en aquel huapango, pero todas las versiones coinciden: se apareció el
Maligno.
“Parece que fue un veinticuatro de junio,
¿verdad Tirso? Ocurrió al filo de la madrugada, durante el último huapango de
las celebraciones a San Juan Bautista. Imagínese Lic.: los músicos cantan, la
gente se desplaza de un lado a otro, proceden con respeto a los rituales de
importancia. Sólo algún despistado se atreve a echar un vistazo al reloj: la
una de la madrugada.
“A un par de cuadras, un hálito de
incertidumbre anuncia el arribo de un misterioso personaje, que es precedido
por el sonido de sus espuelas. La gente disfruta de los tamales, los cafés
calientes, las pláticas ordinarias; mas se concentra en continuar el huapango y
se pronto se abstraen, permanecen absortos en los espoleos. Ni una palabra, ni
sonido alguno. Ni siquiera los perros que comen las sobras de las costillitas;
nadie se vuelve a mirar hacia la calle. La gente, anonadada, se encuentra en un
estado de arrobo secular, pero son los taconeos del extraño visitante, tan
repentinos, melifluos y a contra tiempo, lo que genera el desconcierto.
“Cuando finalmente el extraño ata su caballo
alazán al árbol más cercano a la tarima, se reanudan las pláticas y el ruido
bullicioso de la noche vuelve a instalarse en este lado del pueblo. Los sorbos
estruendosos al café caliente, la melodía fulgente del tamal al ser atacado con
los dientes, la cantata y el verso improvisado, al otro lado de la tarima,
vuelven a tomar vida. Uno y otro reanudan su plática, sin poner atención al
visitante que se apresta, jarana en mano, a tomar un lugar al pié de la tarima.
Cuando ejecuta el primer acorde del siquisirí, los concurrentes dejan a un lado
sus quehaceres y se vuelven, por fin, para observarlo. ¡Qué arrogante!,
debieron pensar, mientras las mujeres, maravilladas ante el extraño personaje,
que demuestra ser brioso con su instrumento, suben a la tarima embelesadas por
la melodía. Complacidas, corresponden a tan eminente virtud, percutiendo como
nunca sus tacones.
“Los hombres, por su lado, se desprenden las
envidias. Se internan en la fiesta rezumbando sus instrumentos, como en una
danza exquisita, prohibida, en la que los músicos se abandonan al ahogo y
embriaguez de la noche cósmica, como náufragos llevados por las turbias aguas;
sumidos en un raro sentimiento de flaqueza y vigor: ecléctica sincronía de la
vida.
“Por su parte, los guitarreros plasman sus
mejores frases hasta reventar las cuerdas. Los jaraneros, motivados por la
galantería, cantan y celebran a las bellezas de la noche, pero otros, abnegados
por su falaz instinto de supervivencia, demuestran su altivez con fruición al
visitante, que ejecuta el instrumento con virtud, que improvisa versos a
granel, ganándose el respeto y admiración de las bailadoras, que se pavonean o
retuercen, excitadas por la dulzura de una métrica tan perfecta, de seductora
policromía…
—El problema Quincho —interrumpe Tirso, que
comienza a fastidiarse del tono de la narración, — el problema es que no
sucedió como lo estás contando, por una y mil razones: el Maligno sólo aparece
cuando interpretan el buscapiés, su son
predilecto, —insiste don Tirso ante la mirada recelosa del Quincho, que lo mira
con disgusto y quisiera restregarle en la cara la consigna de un antropólogo de
pueblo, que sabe de lo que habla: “pinche viejito, nomás porque me llevas diez
años”, pero don Tirso retoma su discurso sin darle importancia a las
tribulaciones del Quincho, —el clímax del huapango sucede cuando escuchan con
atención los versos del extraño personaje. Recuerdan esta décima: mi madre fue
una centella / y mi padre un rayo cruel/ que tronaba como aquél, / que retumba
en las estrellas. / Tal vez las flores más bellas/ que van a reverdecer/ ó los
campos al llover/ cuando florecen en mayo. / Hijo de centella y rayo/ díganme:
¿quién puedo ser?, para mí que el Maligno la pregonó intencionadamente; su
propósito es claro: se trata de un acertijo. Los dos versos finales son
determinantes: hijo de centella y rayo/ díganme: ¿quién puedo ser?, y ¿qué rima
con ser? Nada más y nada menos que Lucifer. Por eso en este son hay que pregonar versos a lo divino,
para ahuyentarlo o evitar su aparición.
Las palabras de don Tirso cascabelean en mis
oídos como una clara melodía de madrugada, al tiempo en que a unos cuantos
metros, esquivando las sombras de los arbustos, un menudo visitante se acerca a
nosotros. Nos inspecciona tratando de encontrar una mirada afable, pero en el
momento en que don Tirso finaliza su teoría, se siente un aire gélido, dañino,
en el ambiente. Hasta ahora nadie ha podido descifrar a qué se debió, qué pasó
en esta plática, ni por qué un tipo que, movido por la curiosidad, se nos
acerca sólo para rebatir la teoría de don Tirso.
—En esa décima no hay nada de misterio, —
señala el extraño, — no le busquen tres pies al gato, mucho menos intenten
jugar con lo desconocido— insiste con voz solemne, que parece desquebrajarse,
—tampoco busquen explicaciones sin sentido a los sucesos que por sí mismos
tienen su propia explicación. Los versos de esta décima están construidos con
maña, y en efecto, nos hacen pensar en la posible existencia de algo oculto,
pero les aseguro que la intención no es esa. Estos versos antiquísimos hacen
alusión al tiempo de cosechas y lluvias, ¡grábenselo! —acentuó. Parecía un
catedrático ofreciendo una homilía,
—antes de la llegada de los españoles, los indígenas ofrecían música,
canto y poesía a los dioses, con el objeto de pedir lluvias en tiempos de
cosecha, agradecerles su bendición, o qué sé yo. La aparición del Maligno en
este son es simplemente ilusoria, una
estrategia del convencionalismo ordinario.
“Un mito sin trascendencia que persiste en la
imaginación involuntaria de los pueblerinos y nada más. ¿Cuál sería la
intención del Maligno al aparecer de manera irrelevante a un convite sin
importancia? Si apareció, ¿por qué la gente no rememora el suceso con
exactitud?
—Porque tampoco estamos seguros de cómo
sucedió. A mí me lo contó mi padre, porque recuerda huapangos en los que la
gente fue testigo fiel de este evento, —revela Quincho, que de nuevo se quita
el sombrero para sobar nerviosamente su calva.
Reposo un par de segundos en un estado de
letargo, mientras la noche cae sobre el escenario; ni siquiera notamos que en
las calles ya no hay alma que las transite y que los alumnos se han desesperado
de la plática y han resuelto retirarse. Exhalo un poco de aire y me dispongo a
terminar con las grabaciones de campo. Del fondo del patio, una sombra de
figura escuálida anuncia a Patricia, la esposa del Quincho, que trae consigo
una charola de vasos con agua. Me siento exhausto, pero me interesa escuchar
las conclusiones de los anfitriones. Echo un vistazo al reloj, pronto será
medianoche. Pensé en lo rápido que pasa el tiempo en estas pláticas.
Intento examinar el rostro del extraño, pero no
encuentro parentesco alguno, quiero decir, con los del pueblo. Aunque no había
mucha luz en el patio, puedo asegurar que era de tez blanca, casi pálida. Miraba
sin expresiones. Posaba un pie sobre una silla, recargaba el codo de su brazo
derecho en su rodilla y miraba escrutadoramente a don Tirso que, aunque
permanecía en silencio, a su rostro lo iluminaba su benévola sonrisa de
siempre. Quincho era el único nervioso, le temblaba el paladar y parecía que
iba a quebrar en llanto; aún así tuvo el descaro de salvar la plática sin darle
importancia al juicio emitido por el foráneo.
—Usted qué va a saber de los acontecimientos de
este pueblo, ¿verdad, Tirso? Les contaba de la aparición del Maligno en un
huapango, y estoy cien por ciento seguro de que interpretó el siquisirí, porque
es lo más lógico. Tirso, con este son
saludamos con cortesía y respeto a los demás músicos. Debieron interpretar un
buscapiés previo al Siquisirí del Maligno y por alguna vaga razón olvidaron
pregonar versos a lo divino.
—¿Qué le hace pensar que fue el Maligno el
protagonista de su historia? —replica para insistir con su argumento el
extraño. Hasta ahora no sé por qué nadie le preguntó su nombre.
El errado personaje permanece callado, parece
que las conjeturas se le esfuman de la mente. Observa detenidamente a Tirso,
que especula para sí mismo, y a veces a Quincho.
—El buscapiés se interpretó después —deduce
Tirso guiado de una corazonada. Me mira y concluye, —entrada la madrugada,
cuando los músicos se acostumbran a la presencia del Maligno, caen en la cuenta
de que se encuentran frente al mismísimo Diablo, porque lo descubren algunos
niños, que misteriosamente deambulan por ahí. Le ven una pata de chivo y la
otra de cristiano. Recuerde que los niños están dotados de inocencia pura, no
contaba con ello el Maligno. En ese preciso momento los repentistas, hartos ya
de su insoportable atractivo, se enfrentan a su destino sin importar las consecuencias
que acarreará el hecho —sugiere don Tirso en un estado de arrobo admonitorio.
—Si así fuera, ¿no cree que el Maligno tiene
asuntos más importantes que atender, que poner fin a una fiesta pagana, en
donde la gente festeja como a él le agrada?
—Pero, ¿quién es usted? — pregunta don Tirso
que reacciona como si al regresar a la realidad hubiese visto al Maligno, —es de
mala educación interrumpir la plática de dos jerarcas de una tradición
milenaria sin presentarse con ellos.
—El que los esculca no necesita presentación;
su personalidad lo precede. Mucho menos necesita pedir permiso para
involucrarse en una plática que sí es de su incumbencia. Pasaba por aquí y me
pareció injusto que se tratara de un tema tan clásico sin tomar en cuenta los
aspectos reales de la discusión.
—Quincho, ¿se celebró hoy huapango en Casa de
la Leona?
—Se suspendió.
—No es verdad, vengo de ahí —replica el extraño
y, después de dar una bocanada a su cigarro, costosamente articula su discurso,
que más bien parece un monólogo, —me parece retrógrada que a estas alturas se
crean estos cuentos para asustar a los niños. Podría hablarles conscientemente
de cualquier historia relevante sin tantos eufemismos, pero ¿la aparición del
Diablo en un fandango? Es infructuoso. No existen argumentos sólidos que lo
sostengan; la tesis es de por sí ridícula.
“Tú, eres el antropólogo del pueblo, ¿a qué te
dedicas? ¿A la arqueología de las creencias? Y tú, —por primera vez se dirige a
mí, — ¿vienes a levantar encuestas para crear una estadística inútil? Don
Tirso… don Tirso… Ese es su nombre, ¿cierto? Esta décima es sólo el producto de
la creatividad de un poeta póstumo; es el resultado del sincretismo: dos
pueblos, dos culturas. Una, la conquistada, la que debe someterse y aceptar las
reglas, y la otra, la imponente.
“Las creencias de los pueblos se mantienen
vivas gracias a los poetas rurales, que son los únicos capaces de recuperar
nuestra identidad y mantenerla viva, vigente, señores. ¡No me vengan con
chingaderas! Cómo que se apareció el Diablo…
Don Tirso se levanta de su asiento, anuncia que
es demasiado tarde y quiere retirarse, si no nos importa. Por su tono de voz,
se nota que le incomoda la presencia del extraño personaje, que nunca se
presentó. Me levanto y tomo del brazo a don Tirso. Le indico que lo acompañaré.
Quincho me mira subversivo e intenta detenerme, al tiempo en que le digo: está
bien, llevo a don Tirso a su casa y vuelvo.
En el limonero, la corriente de un aire gélido
perturba a las gallinas, que emiten estridentes cacaraqueos que sacan de quicio
a Quincho que sin pensarlo dos veces, se precipita contra ellas lanzándoles
piedras o lo primero que encuentra a su paso, unos segundos más tarde trata de
callarlas azotándolas con la escoba, pero las gallinas son persistentes, y parecen
burlarse de él. “Pinches gallinas
culecas, cállense”, les grita. Doña Patricia, que entra en escena en medio
de la noche sin notar que su cabello está alborotado, se asoma al patio poseída
de un espasmo arbitrario, de confusión. “¿Quincho, qué ocurre?” pregunta,
“cállate y vete a dormir”, le responde altaneramente. Don Tirso insiste a
Quincho que quiere retirarse y le sugiere ir a dormir, pero Quincho es un
obstinado empedernido, poseído por su necedad.
—Bueno, ultimadamente estoy en mi casa y aquí
hago lo que se me dé la gana, —replica Quincho, obsequiándonos una mirada
maléfica. No sé qué hacer.
Pero pienso que es inútil intentar hacer algo,
a un hombre como Quincho es imposible detenerlo después de tres litros de caña
en la sangre. Le hierve como un comal.
Tirso comprende que Quincho ha perdido la razón
y me pide lo lleve a casa, “estoy muy viejo para andar en estos trotes”,
concluye. Cuando nos volvemos, caemos en la cuenta de que nos olvidamos
completamente del extraño. Partió repentinamente sin dar pista alguna. Corrí
calle afuera para ver si le alcanzaba, pero pareció haberse esfumado por
completo. Eché un vistazo a mis cosas, todas se encontraban en su lugar.
Acompañé a don Tirso a su casa y cuando volví con Quincho, el lugar reposaba en
silencio. Me retiré a la Casa de la Leona para descansar también. Mi autobús
partía mañana temprano.
Cada
vez que tengo la oportunidad y mi economía lo permite, me doy una escapada a
las festividades de las rancherías y los pueblos. Por pesares del destino don
Tirso ya no está con nosotros. Quincho difícilmente se acerca a los huapangos.
Dicen que está de luto desde que murió don Tirso. De eso tiene un año, más o
menos.
Aún conservo el audio, no sé si por nostalgia o
porque me parece un tesoro invaluable. La dicción, con la que entonaba sus
frases, capaz de arrebatar la calma a cualquier alma bondadosa, la voz
melancólica y grave del extraño personaje, quedó registrada junto a la de
Quincho y Tirso. Siempre la muestro a los vecinos del pueblo, esperando obtener
alguna explicación o comentario, pero a nadie parece importarle. Lo que ocurrió
esa tarde sólo pasará a formar parte de esos acontecimientos, que carecen de
elementos sustentables para demostrarlos, y su destino es la del olvido, a
donde se pierden todas esas historias que no logran salir de la memoria; digo,
de la memoria de Quincho, que es el único que podría esclarecer la historia.