Tacumba
I
Muchos piensan que se trata de un pueblo abandonado;
otros, de una hacienda construida por un tal don José Julián Rivera, pero en la
memoria de los menos, habita la idea de que Tacumba no se trata ni de un pueblo
abandonado, ni tampoco de una hacienda en ruinas. Que son los recuerdos de los
viejos que cada día, al salir un sol nuevo en la aurora, reafirman su ritual
cotidiano: existir.
Imaginemos
que es un pueblo abandonado, cuyo espacio geográfico no recuerdo, pero, sin
duda, está en algún lugar de Veracruz. Que es un pueblo alegre; bueno, digamos
su gente, la poca gente que queda en esas ruinas, porque hemos dicho que está
abandonado. Y la duda resalta en el aire: ¿abandonado por quién?
Si es así, si realmente se trata de un pueblo,
entonces debió haber haciendas, construcciones alzadas a granel por el
colonialista. Casas de adobe en las periferias, rostros con olor a hambre en
las calles, fondas para los jornaleros, qué se yo. Digamos que, como todo
pueblo, tiene un parque central. A su costado, como comúnmente se registra en
los pueblos pintorescos, alza sus torres una iglesia cuya altura toca la
omnipotencia del cielo y que, seguramente, ha sido escenario de combates u de
otro tipo de calamidades como, por ejemplo, las interrupciones de un temblor,
la imprevista visita del tiempo que desmorona las paredes, que las rasga como
un loco empedernido que se lleva todo a su paso. Al otro costado, de ornamentos
seculares y monótonos, el Palacio Municipal, desde donde se vigila al pueblo.
Las calles deben ser empedradas y estrechas, porque este pueblo data del tiempo
de la colonia. Sus banquetas nos deben recordar vestigios de farolas en una
noche bohemia de serenata. La guadaña en el monte, que precede la travesía de
la muerte y de la vida como una dualidad incomprensible, nos debe recordar el
silencio de una piedra; la luciérnaga, que canta en la noctambularia levedad de
las cosas, a algún olor de la infancia; la incierta llanura de terciopelo, a
una cantina en los páramos del recuerdo; el árbol sin nombre, al ruido de la
tarde en el ocaso fruncido del cielo; la sinfonía de los pájaros, cuyo título
quedó en manos de alguna pareja furtiva, a los almohadones de la tierra. Todo,
todo lo que forma parte de Tacumba, si el nombre nos evoca tiempos y gentes,
aquí habita, aquí existe, y descubre en sus últimos pueblerinos que el abandono
no es la falta de gente, sino la falta de proyección de existencia en otros
lugares con sus gentes y sus circunstancias.
II
Se me antoja decir que este pueblo vivió la
revolución, que millares de soldados entraron y su paso dejó una sequía en su
población. Que, de la nada —como suele pasar en los cuentos mitológicos, donde
se confía la desprotegida existencia del hombre a manos de las hadas—, se
convirtió en un pueblo desolado, invadido de una epidemia de abandono. Pero que
los pocos hombres que quedaron fueron suficientes para sostenerlo, pues ven,
con la luz de unos ojos de niñez interrumpida, el recuerdo en sus memorias de
lo que debió haber sido Tacumba cuando adultos; cuando niños, se les antojaban
los ríos y las montañas que lo rodeaban (supongo que estaba rodeado de montañas
y una vegetación rica y abundante). Se les antojaba un papalote volando en la
lejanía del viento surcando las alturas de Tacumba, podando los precipicios del
aire. Una dilatada tarde de juegos en los campos o en las fincas.
A veces
me da por imaginar que Tacumba en realidad no es sino lo que sembramos en
nuestra memoria de niños, un pensamiento póstumo y oportuno. De algún modo sus
habitantes lo reinventan en sus memorias, pero como algo que es abstracto,
lejos de una realidad inmediata y concreta. Hacen de Tacumba un lugar habitable
y ceremonioso.
Y aquí
está, aquí existe. Tacumba sembrado de olor a café.