Son cubano
en San Cristóbal de las Casas
Cuando uno escucha que va a haber un grupo de son cubano, tiende uno a asociarlos a grandes orquestas al estilo Buena Vista Social Club pero no piensa uno en ensambles como el que participó en el Cervantino Barroco, la noche del veintisiete de octubre en San Cristóbal de las Casas. Uno imagina el fraseo de Ibrahim Ferrer, el que hace vibrar el diapasón de las cuerdas bocales, o el contrapunto de cachaito. A mi me inspiró rememorar a dos compays jugando al dominó, e inclusive me trajo a la mente imágenes más certeras, a un compay segundo al compás del fraseo de Ibrahim Ferrer. Al fin Imágenes. Pero imágenes que recrean y acercan a un pueblo, a una voz transmitida mediante el arte popular. Estampas, que nos regala Cuba; una Cuba multicultural en un espacio geográfico apto para los ritmos milenarios, que atraviesan los mares en barquitos de vela, o deambulan en los malecones derrochando el sabor de un pueblo alegre.
Este bosquejo nos permite ver desde afuera un pueblo eternamente fundido en el baile y el canto, y para el cual todo es digno de musicalizar. Así, el Septeto Habana, agrupación conformada de cuatro voces, la guitarra, la trompeta, el contrabajo eléctrico, el tres cubano y los bongós nos habla con el corazón y nos pregona una parte de Cuba, al ritmo del guaguancó, y musicalizada con acordes brotados del crisol mulato, pedazos del alma desplegada en la partitura universal.
Aquella noche, el Septeto Habanero, que consta de elementos fundamentales del sabor cubano, puso a bailar al pueblo san cristobalense, que, a pesar del frío, agarró calor al fogón de los pregones y contrapunteados de los timbres inconfundibles de las voces, del cuerpo sincopado de un contrabajo eléctrico, mezclado con el ritmo y el sabor mulato. El zócalo se aglomeró de la noche infatigable por el baile. Las parejas desaparecían entre movimientos a ritmo de la vida y me hacían pensar en aquellas imágenes en los documentales sobre Cuba. De aquellas fiestas que empiezan con la tarde y terminan al llegar el alba. Momentos cuando nos sobran motivos para refrescar el alma y arroparla con el brillo de nuestras voces, de nuestros cantos para abrirle paso al encanto de ser una familia potencialmente dispuesta a festejar el día.
El son cubano no es sólo un género musical. Es un estilo de vida y un acompañamiento de mil voces, un bosquejo de alma sonriente, un espejo de mil colores, que pasan dejando a penas un destello del alma, un esbozo de un pueblo que crece con los años a la deriva de otros pueblos; ritmos musicales, residuos de culturas milenarias: entre ellas la africana. Refleja a los tambores y danzantes en la encrucijada hacia su libertad, reflejada en sus costumbres. Costumbres de un pueblo hermanado a Veracruz.
El clímax del concierto quedó escrito en la memoria colectiva de los que participamos del concierto y degustamos de ese terrón de tejidos musicales construyendo una arquitectura de símbolos perpetuos al romper la barrera que separa al músico del público. Ese punto en que los cantadores bajaron del estrado para invitar a los presentes a participar de esa magia que nos envolvía con notas musicales; esa magia progenitora de dimensiones ajenas a nuestros sentidos a la que pocos tienen acceso.
Este concierto de son cubano vino a dar luz a la intensa oscuridad, y me hizo pensar en la triste y total decadencia de algunos foros dirigidos por burócratas del espectáculo. El escenario debe ser un espacio en donde el músico comparte al público un poco de su experiencia, con ese mundo vedado a los demás. El escenario, según mi punto de vista, no debe de imponer un respeto ridículo al que posee la potestad de crear la vía exacta de llegar a los planos mágicos, en donde la música es y existe como total trascendencia o efímero instante, que se nos va de los oídos y al que no podemos detener si no es mediante un objeto material: el disco compacto. El Septeto Habanero nos lo reveló aquella noche. Nos regaló ese instante de ruptura y pureza anímica al hacernos partícipes de su música, de su espacio.