Apología
de acontecimientos pasados
I
Mi
madre suele contar que ya desde antes de nacer me oponía a todo, y que
nomás para llevar la contraria, nací una semana después de lo previsto por
las profecías de los oráculos y adivinos a los que solía recurrir la gente de
mil novecientos ochenta. Aunque me esperaban un treinta de junio, por algún
vago motivo no quise, y/o no quería yo nacer. Pero por fin, una semana después
a las veintitrés horas con quince minutos, el siete de julio de ese mismo año,
me habrían de negar la residencia permanente en el vientre de mi madre, y a
patadas me sacaron a este mundo insólito en el que ahora habito y del que en
contra de mi voluntad formo parte, y al que me sigo oponiendo nomás por llevar
la contraria.
II
Mi
niñez transcurrió entre historias, mitos y leyendas, cuentos y caminatas en el
campo; transcurrió como deben transcurrir los días del terso olor a café, a
tierra mojada, a animales vespertinos y a humo de leña quemada en el fogón, en
donde la abuela materna nos cocinaba sus famosos guisados con el sazón peculiar
surgido de un cariño de abuela, y en donde solíamos tiznar bombones al ritmo
del maullido de los gatos.
Durante
los veranos cortábamos café, y disfrutábamos de una vida campirana con
parloteos y comida que comíamos con las manos mojadas de la pulpa de los
granos. Solíamos corretearnos en la finca. Los días me sabían a tierra y a
lluvia: elementos suficientes para justificar que a temprana edad me sentí
atraído por la música. Suficiente para justificar también mi primitiva
personalidad: asceta y marginado ante los otros niños, que parecían entender
mejor que yo cuál era su papel en la incuestionable historia de esta solemne
sociedad.
III
A
mis diez años, y con tremenda tos de nihilismo visceral, me mandaron de acólito
a la iglesia, también en contra de mi voluntad. Fue un castigo bien merecido, y
me lo merecía por andar invitando a chismosos, expiar a las vecinas. Los
metiches de abolengo solían decir que era acólito, pero acólito del mismísimo
diablo. Solía cambiar los salmos y recitar con epifanía y solemnidad Les
Letanies du Satan para despertar la cólera de los fieles. Fue curiosidad. Sólo
quería divertirme.
IV
¿Que
cuáles fueron mis méritos en el alba de mi vida? Aprendí a tocar guitarra por
mí mismo. Compré un método de los Beatles, esos de guitarra fácil, y dispuse
aprenderme: Yellow Submarine para cantarla a mi padre para demostrarle que
podría tocar guitarra sin su ayuda y la de nadie si me lo proponía. ¿Que esa
actitud era digna de un arrogante narcisista? Qué importaba si a nadie le
interesaba lo que pudiera lograr en la vida, ya que nunca pase de Oveja Negra,
y la gente ya murmuraba que mi pelo largo era el contrato de un pacto con el diablo,
y que de todos los pandilleros de barrio, que de todos los miembros de las
bandas maléficas que se dedicaban a incautar y madrear gente, era yo uno de los
más “gruexos”. Sí. Aprendí a tocar guitarra a los doce años y a los trece
comencé a escribir mis primeras canciones, que no eran otra cosa que simples
imitaciones del Ticket to ride o el Help de los Beatles; una traducción
pretenciosa e improvisada. ¿Qué mi arrogancia crecía porque me creía mucho
presumiendo mis letras como traducciones del Ticket to ride o el Help de los
Beatles? Sólo eran ingenuos ensayos. Siempre me consideré el tipo al que todos
gusta odiar, del que todos hablan y al que nadie invitaba a sus fiestas.
“Pero
hay un Dios que todo lo ve”, solía recitar en el silencio de los campanarios.
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