De pronto la noche se torna hacia un costado de su lóbrego cinismo…
Marco
Antonio Hernández Valdés
De pronto
la noche se torna hacia un costado de su lóbrego cinismo, dosificado de tal
manera que los espectadores sólo logran ligar un sentimiento pasajero que se
esfuma en sus memorias como una marea doblegada al latido del mar. Pulsan los
nervios. Avanzan las nubes. Toda una diarrea sempiterna se funde en las
arterias de la noche. Un costado de la cama, el otro. De un lado o del otro, no
importa, siempre uno busca la manera eficaz de invocar el sueño, pero afuera
hay un escándalo; imposible entrar a esa diáfana morada en donde nuestros ojos
conviven a gusto con imágenes y memorias de los que la imaginación finge
empaparse. Aterrizan los pensamientos vagos. Algo dentro del corazón se
detiene, avanza, su chirrido obsceno se percata de los latidos con pocos
nervios. Los oídos permanecen atentos aunque para la empresa no es necesario
tenerlos presentes. Un vistazo al diario de hoy. La gota que cae en el
lavamanos y cuyo sonido se suma al de los grillos allá afuera. Ese sonido. Ese
sonido. Acomodarse en la cabecera. Pensar en borregos. Escapar a la noche de
los borregos. Nada. Simplemente nada.
Braulio Cepeda levanta una mano. Echa un vistazo a su esposa. La piensa en
otros mundos. La aleja de sí o se aleja él. Forma un espacio entre ella y él, y
se aleja o inventa alejarse a un mundo monótono cuyo fondo de agua es negro.
Nada transparente. Se retuerce y ese ruido afuera se mete poco a poco en su
cabeza. “Voy a salir a buscar a esos grillos”, dice. “No se ven, duérmete”
contesta, es entonces cuando percibe que ella también está despierta y la
vuela, la imagina ahora dentro, embalsamada en esta misma habitación, rodeada
de sonidos cristalinos, acompasados, simples, prolongados; también es víctima
de ese martirio. Entonces, en ese arranque de moléculas amorfas, de encabronado
le da una patada en el culo y ella se incorpora y le dice: “qué te pasa, guey,
ya duérmete, mañana hay trabajo”. Pero no puedo, debería especificar, y sobre
todo especificar qué es lo que lo pone nervioso. Desde hace rato un ruidito que
se prolonga, que inicia y no termina, se prolonga y se extiende, se funde en
las paredes, se instala en sus neuronas desciende hasta sus nervios y se
disemina en cada nervio de su cuerpo incluyendo sus dientes y las muelas todo
en su cuerpo reciente el chillido insoportable, la pulsación etérea de lo
infranqueable de la noche, la bastedad absoluta de los miembros nocturnos que
son los grillos, parece un dolor de muela una muela del juicio martirizando
causando dolor pero el de los grillos afuera es diferente es un ruido
escandaloso que podría poner de nervios a cualquiera que ensaya dormir, que
para eso es la noche, pero se contiene de levantarse y dar vueltas, no puede,
la idea escabrosa de permanecer un segundo más atento a ese chillido le causa
nausea, no, esperen, no le causa nausea, desea sacarse la muela de su cabeza,
insultar a todos, entrar al baño y mirarse al espejo, tomar un objeto
punzocortante y elaborar la extracción del chillido por sí mismo, de una vez
arrancarse el dolor del sonido extendido en otras partes, ese influjo sensorial
que todo lo determina, los alegatos paradisiacos a cualquier espectador
dosificado de lenguas, extractos porciones, pero en cambio mira a su esposa en
ese letargo que son las miradas de la vigilia, de párpados pesados, de sueños
atorados en la fosa nasal y jamás lubrificados y al lado su esposa permanece en
la afonía del cuarto respirando como un cerdo.
“Duérmete ya” se repite a sí mismo. Afuera, a fuerza de rodar sobre este mundo,
el magnetismo de los grillos equivale a un bulto de metales arrastrados por
todas las calles. Y el cuarto a oscuras. Sólo unas cortinas sucias dejan entrar
de vez en cuando un par de luces infiltradas como penumbras apenas sombras de
lo que afuera se mueve de un lado a otro con el viento. Querría que lloviera.
Querría encender la radio y unirse al ruido metálico. Quería dormir.
Después de
una hora, al compás del rechinido elaborado por los grillos, aún gira de un
lado a otro de la cama destapando a su esposa, o tirando del hilo que cuelga de
la cortina. Los cantos tan estridentes se fundían poco a poco con las paredes.
Adentro. Adentro. Poco a poco comenzaron a guindar de las paredes hasta
incorporarse al latido de los muros y todo se volvió un rechinido acompasado
permanente y cerril, por qué solían contar que ese canto era beneficioso para
los durmientes de las noches en el que algunas almas permanecían en vela. La
misma vigilia se presentaba como un semblante despavorido en el que las
radiaciones de objetos claros se enredaban como tallos que engendraban un
sueño. Afuera los grillos permanecían ocultos, en medio de la oscuridad en la
que se mueven algunas ramas, indicio discrepante de algún visitante nocturno
que se avecina al lugar. Braulio Cepeda se mira un instante, percibe un extraño
hedor a rancio y suelta un pedo furtivo, tan furtivo que escapa de los
kilómetros cuadrados de hedor que precede a un extraño visitante. Toc, Toc,
Toc, y la pareja reacciona instantáneamente y se miran uno a otro extrañados.
La noche acampa en este cuarto. A penas y pueden vislumbrarse uno a otro. Pero
es claro que los dos ponen cara de intriga. “¿Tocaron la puerta?”, “eso parece,
“y ¿por qué no abres?, “porque no espero a nadie, y ¿tú?, “no, tampoco, pero
mejor abre, quizás es algo importante y si nos quedamos aquí de indiferentes
jamás sabremos de qué se trata”, y así, vistiéndose a la fuerza, y con la
modorra del sonido estridente que no se calla por un segundo, en medio de esa
sinfonola desastrosa que son los grillos, Braulio Cepeda ya vestido, se pone
las chanclas y se dispone a abrir la puerta. Yadira, la esposa, permanece en
silencio. De pronto le vinieron a la mente algunas imágenes de pequeña, y no es
que de pronto quiera ponerse a imaginar cosas mientras su marido se dispone a
abrirle la puerta a un extraño visitante. Quizás, piensa, esas imágenes forman
parte del catálogo de un mal sueño que recuerda su principio y su sino, sus momentos
de gloria y sus momentos de hundimiento. Se acomoda el cabello y por primera
vez en la noche se da cuenta de que el canto de los grillos efectivamente es un
dolor de muela. “¿Quién es?” pregunta, y aunque no espera una pronta respuesta,
le impresiona que no haya una respuesta inmediata; que en medio de la noche
haya visitas. Por si fuera poco, tampoco escucha el sonido particular del abrir
la puerta en una casa que consta de una cocina-sala de espera, un cuarto y un
baño.
Y por primera vez en esa noche el canto de los grillos se ausentó tan
repentinamente que en el cuarto reinó el silencio los siguientes minutos. Mira
al piso. Intenta poner atención a los grillos pero ya no están. La oscuridad
del cuarto la pone nerviosa, y sobre todo provoca que se maree un poco. Se dio
cuenta, entonces, que la oscuridad puede girar también, y dar vueltas al ritmo
de la nada que se instala en el cuarto con un precedente intempestivo que
deambula en el cuarto como un mareo, gira de un lado a otro y la oscura quietud
se desplaza de un lado a otro callando los ruidos y cantos que antes habían
cubierto y opacado a las sombras de la noche. “¿Qué ocurre?, se pregunta y con
una voz chillona y desesperada repite: ¿Braulio? ¿Braulio, estás ahí?
Y algo no la escucha, un sentimiento voraz que consume al ruido y lo opaca con
su oscuridad defecada, da cabida a una taquicardia inexplicable. Ese sentirse
tan inseguro, ese monocorde silencio tan inexplicable.
¿Braulio? Se levanta y pone en marcha. ¿Braulio? La puerta cerrada. En efecto,
está cerrada y nunca se abrió. El seguro sigue ahí. Y de sus ojos sólo las
lágrimas tapizan una nueva escena que se abre paso entre sollozos y entre esos
minutos que prosiguen al silencio, a ese pasearse entre sombras que marean e
incitan a la locura.