La melancólica, absurda, trágica
vida y muerte
vida y muerte
de don Agustaquio Pinto Prieto
Marco Antonio Hernández Valdés
I
Nunca olvidaré con cuánta insistencia inconsciente y resolución absoluta, derivadas de mi manía a consentir los caprichos de Juliana, acepté formar parte de esta grotesca historia que culminaría con la muerte de nuestro vecino, el maestro de la brocha y las talachas, don Agustaquio Pinto Prieto. Tampoco olvidaré que durante todo un año Juliana se dedicó a fotografiarlo. Cómo olvidarlo, si durante este tiempo no habrían de existir cansancio ni distracciones que lograran arrebatarla de su concentración ensimismada. Podría describir a Juliana con dos simples palabras: impredecible, impulsiva. ¿O debo decir, se volvió así? El paseo aletargado de una vecina o el de un chamaco en bicicleta solían despertarle el duende mágico, reflejado en sus ojos de angelical pureza. Me impresionaba al contemplarla y, aunque no existían pensamientos dañinos, mis preguntas acarreaban más dudas de lo que parecía: ¿Qué veía en la gente ordinaria? ¿Por qué no encontraba en las aves o en el escenario, que se abría paso frente a nuestra casa, la estética que buscaba? Desde nuestra vista, abordando su gloria y grandeza y a siete cuadras de aquí, el cerro imperante se levantaba enhiesto tras las últimas colonias de Guarapo. A las seis de la tarde, las aves se estacionaban en los cables entre cantos y aleteos desesperantes, al tiempo en que otras, presurosas, entraban y salían del Ahuehuete. Estos paisajes le gustaban monótonos y sin colorido alguno.
Entonces, la miraba y sonreía sin que ella se volviera a mirarme, aunque sé que se percataba de mis coqueteos. ¿Por qué habría de mirarme? ¿Qué clase de pensamiento absurdo e indulgente cruzaba mi cabeza en estas circunstancias? Solía permanecer sentado durante horas ante la olivetti, que adquirí hace poco, más por la nostalgia ingenua de un aspirante a la literatura que por tratarse de una adquisición importante para un escritor de a de veras, o ante un libro con la ligera intención de despistarla, pero me conocía a la perfección: al letargo de un reposo obligado debía mi impotencia. A más de un mes vivíamos de su sueldo, me encontraba en la quiebra total. Por este y otros motivos no pasaba desapercibido ante su presencia. Eso me recordaba que llegamos a Guarapo porque nos dijeron que acá encontraríamos tranquilidad y trabajo, y que si queríamos vivir una vida plena y sin tanto ajetreo, éste era el lugar adecuado. Habitábamos una casa antigua. Aunque nuestras amistades residían en casas con óptimas condiciones, nuestra ubicación nos permitía movernos en el pueblo sin tanta dificultad.
Y aquí, en este intervalo a secas, debo confesar mi asombro por Juliana. Era la mujer de los senos perfectos, de mirada plena y el temple de acero. Aunque se comportaba como una niña malcriada y adoraba meterse en problemas, la necesitaba sin importar que su actitud me pareciera ridícula o arriesgada. El limen que me ataba a esta vida se me presentaba como el impulso aciago de un amor sujeto a sí mismo. Me alimentaba. En fin, ella sostenía la relación y el hogar a pesar del ocaso.
II
a)
Don Agustaquio Pinto Prieto sufría de un dolor de columna vertebral con el que la pinche vida se entusiasmara en hacerlo padecer. De por sí era un tanto escuálido y debilucho. Parecía que sabíamos de ante mano que él era el pendejo de la historia y con quien uno suele desquitarse, pero ¿a tal grado?
Se fracturó la mañana de un martes trece. Aseguran que ocurrió por haberse levantado con el pie izquierdo, se desequilibró y su caída dejó escapar un sonido estridente cual un costal de diez toneladas que haría estremecer a cualquier cargador de oficio. Permaneció tirado casi media hora. Al lado en cama, doña Serafina Pedregales reposaba a ronquidos y por más que don Agustaquio Pinto Prieto se quejaba a gritos, fue inútil despertarla. Su mujer era una bruja insensible, capaz de fingir demencia ante una de esas circunstancias importunas que podrían poner en riesgo a los demás. Don Agustaquio Pinto Prieto recibió el martirio insoportable del dolor de columna; dicen que al levantarse la contempló un par de segundos, de esos segundos crueles que le toman a uno justificar una muerte, un accidente crucial carente de benévola indulgencia, unas ganas de asestarle de una vez por todas el nocáut definitivo a quien se detesta, mas se contuvo. Doña Serafina Pedregales yacía como un muerto impregnado de la pestilencia de tres días en descomposición.
Don Agustaquio Pinto Prieto, ya repuesto, se dirigió al baño y adolorido caminó maldiciendo a granel a todo aquel con quien se encontrara a su paso. Se miró en el espejo y, expresando ademanes poco comunes en las personas normales, echó un vistazo de un lado a otro cerciorándose de encontrarse completamente solo, y ya en armonía con la espesa quietud del baño, al cabo de unos segundos habría de lanzar una pregunta absurda, planteada ambiguamente según las buenas costumbres de la fonética: ¿será éste mi día?, pero, y como al parecer tratamos de destruirlo o al menos de desquiciarlo, diremos que al mover las cortinas, con el efecto trazado en el aire durante ese preámbulo grotesco de iniciar un trayecto inusitado e indulgente, fue suficiente para lanzar el espejo lejos de su presencia. Don Agustaquio Pinto Prieto se contorsionó al escuchar el sonido cristalino tras de sí. Vaciló al levantarlo. Sus ojos quebraron en llanto ante los restos yacidos al respaldo de cartón.
b)
—No te hagas, también fue tu culpa —exclamó de manera poco peculiar, pues conocía sus acentos burlones—, estamos involucrados, ¿no te causa placer, mon amour?—, dejó en claro, respaldando sus típicas frases finales con un “buen” acento francés. Sus palabras me parecieron maléficas, lejanas a una Juliana dulce y tierna. Mas bien proferidas por un alma demoníaca vestida para asediar, pues las lanzó culminante y proféticamente, sin miramientos ni melodramas histéricos; como si ya desde el momento en que las dejara sueltas se vieran resueltas a escudriñarme, a meterse entre mis dientes y a devorarme la boca a mordidas.
Sin darle importancia fingí no escuchar su sentencia. Oculté la olivetti entre los papeles y permití que se sentara en mis piernas. Miré sus pechos y pensé en los últimos cuatro años ante ellos, sujetándolos desesperada y firmemente, agrietándolos a mordidas, presumiéndolos a los esposos decaídos que andan sin ganas de cargar al hijo o de llevarlo de paseo en la carriola. Cuatro años de complicidad con esta mujer que jugaba el papel de tierno diablo para ejercer su poder y voluntad sobre mí, y a quien jamás reclamara sus ingeniosas tretas o maliciosas bromas pesadas, de las que era víctima en el momento menos esperado. Y aunque me sintiera como Alec Baldwin en Shortcut to Happiness, donde interpreta al prototipo del escritor mediocre que quiere vender su alma para ser famoso, Juliana se retorcía y limpiaba mis culpas con su adorable sonrisa, que por momentos me invitaba a dejar a un lado sus arrebatos al querer involucrarme en esta historia, materializada como un dolor de cabeza. Entonces decidí arremeter con un suave verso, pero a punto de recitarlo bajó de mis piernas y se apresuró al balcón, a postrarse al asecho de su conejillo de indias. Me ancló a la silla con una erección capaz de volver loco a los abstemios armados de valor.
—¡Sé qué escribes! –dijo al fin.
Lo decía con tanto deleite que ante sus palabras me invadía un oscuro miedo. Pensé replantearlo todo desde el principio. ¿Cómo me dejé arrastrar por un pasajero y obtuso capricho que declinó en desequilibrio mental? no lo sabía
aún no lo sé.
III
a)
No recuerdo con precisión nuestro primer encuentro con don Agustaquio Pinto Prieto, pero debió suceder en una de nuestras visitas al tío de Juliana, don Francisco Puerto que siendo de los pudientes del pueblo, siempre permanecía enhiesto ante los originales de Juanito Fonseca Duarte, el famoso muralista de Guarapo; y si no fuera porque me había tendido la mano, pensaría que trataba de presumirme su estúpida casa del siglo pasado, adquirida, digamos, por suerte. De aquellos recuerdos algunos habrían de resaltar en mi memoria, no tan importantes, pero sí descriptivos. A Don Agustaquio Pinto Prieto se le veía decaído, incapaz de sostener una plática. A ratos, hacían acto de presencia, según Juliana, sus raros conflictos psicológicos, ante la pared que pintaba como un chamaco de jardín de niños, lo que nos hizo pensar que se trataba de un tipo huraño, tímido y alejado.
Lo vencía el sueño. Proporcionaba mal la pintura en esta pared del siglo pasado. ¡Qué pendejo! Debí pensar mientras Juliana hablaba con su tío, el genio de la fotografía.
b)
Trece, la cifra. Trece los días sin reponer el sueño. Don Agustaquio Pinto Prieto, apegado a sus normas. Trece, los días de reposo que le recetaron a Doña Serafina. ¿La causa? el accidente que sufrió al pisar el treceavo escalón de la antigua escalera mal vista por la madre del don Agustaquio Pinto Prieto que solía reclamar sin sentido por cualquier cosa.
— ¡Te advertí que ese peldaño era un peligro! —sentenciaba una tarde en plena semana santa.
—Pues sí, —asentía don Agustaquio Pinto Prieto, la cabeza gacha y el corazón confundido, pero al cabo de unos segundos, ya repuesto exponía —la escalera tiene trece escalones, pero no existe ni razón material ni espiritual del por qué caer si se es precavido al caminar, pues se sabe que el trece se encuentra después del doce, y la cuenta comienza del primer escalón, que es el que está pegado al piso, como todo mundo sabe, al treceavo..., —resumía con una lógica carente de argumentos sólidos, incapaces de convencer a una madre empecinada en tener siempre la razón.
— ¡No, pues sí, pendejo! —y alzaba la voz dejando escapar el acento jalisciense, y a todo aquél que se encontró frente a esta discusión le debió parecer el inicio de una guerra a muerte, —pero en esta escalera, como en todas,—y respiraba hondamente, como en un transe de sequía mental —se sabe que el treceavo escalón, es el treceavo escalón —puntualizaba, sin razón alguna aparente, (según Juliana)— y no tiene nada que ver con matemáticas ni cálculos de primaria —recalcaba mientras respiraba hondo y el cigarro hacía acto de presencia. Licenciosa continuó —uno comienza a contar de abajo a arriba o de arriba abajo… —ahora puntualizaba sus ademanes, que debieron parecernos absurdos, trataba con un sentimiento sordo y fuera de control dirigir la escena con sus palabras — ¡de arriba a abajo o de abajo a arriba según uno baje o suba, cuidando que el treceavo escalón jamás sea tocado! —exclamaba doña Petra Prieto Eslabón con una sutileza en la lógica de su discurso, que ni el mismo don Agustaquio Pinto Prieto, confundido, se atrevería a contradecirla.
—El caso es que eres tan pendejo que en tu pendejez intentas justificar un pinche treceavo escalón, que debiste quitar cuando te ordené quitarlo— y doña Petra Prieto Eslabón daba por concluida la disputa no sólo por acentuar dificultosamente sus últimas palabras, que debieron rebotar de pared en pared en la cabeza del don Agustaquio Pinto Prieto, sino porque, como siempre tenía la razón y así debía ser, se retiraba, daba la espalda y le dejaba hablando como loco.
El día en cuestión, doña Serafina Pedregales rodó por trece escalones y quedó con las piernas apuntando al techo. Don Agustaquio Pinto Prieto se detuvo a observarla en silencio, ensimismado en la desobediencia que a otros debió parecer un estado de arrobo seguido de un sentimiento de venganza, deseoso de que la caída le hubiese roto la columna vertebral u ocasionado un trastorno que le impidiera abrir la boca por el resto de su vida.
—¡A-a-a-a-a-ay! —gritó en cambio y arremetió con una orden decisiva —¡No te quedes ahí como pendejo! ¡Ve en busca de ayuda!― sus gritos, que se confundían con los de su madre, habrían de devolver al don Agustaquio Pinto Prieto, que pensó en un teléfono (memoria desorbitada), a la realidad, pero recordó que en casa el teléfono yacía muerto a más de un año (memoria desorbitada), y sin objetar, como debía hacerlo desde niño contra sus mayores, nomás porque sí, se dirigió a la calle en busca de alguien que pudiera sacarlo de apuros y en la puerta
caída del cielo (¿...?)
encontró a alguien que ¿ya le esperaba?
“—No te hagas, fui yo. —(¿...?) —¡Pts!, ¡pts! le presto el mío, le dije.
—(¡...!) No me habías contado… ¿cómo...? ¿qué hacías ahí espiando? ¿Có…?”
Don Agustaquio Pinto Prieto debió precipitarse al teléfono y llamar a la cruz roja. La ambulancia no tardó en llegar. Todo yo, recitó en complicidad con los perros que aletargados buscaban algo de comer entre los basureros de la calle.
Pasó el resto de la tarde y parte de la noche con doña Serafina Pedregales que yacía sedada en una camilla que inspiraba miedo. Don Agustaquio Pinto Prieto, con el atrevimiento dócil de un decaído, pensó que calladita se veía más bonita y que en este estado de reposo aletargado no habrían de importarle ronchas, granos o verrugas que resaltaban con ostento en su rostro maléfico. A las once en punto, entró una enfermera para hacer relevo, que lo miró un instante sin perder la oportunidad de echarle en cara el treceavo escalón: "las escaleras de trece escalones tienen reputación de traer malos augurios", le dijo en tono de serafín enclaustrado. Don Agustaquio Pinto Prieto se golpeó la frente. Se ignora si fue pena o quería demostrar al mundo haber cometido una pendejada.
IV
— ¿Qué te parece este párrafo?
Juliana tomó el papel y leyó en voz alta.
Agustaquio Pinto Prieto saltó ante la aparición precipitada de una coralillo que se deslizaba entre la leña. Se retiró unos pasos, pero el brazo corpulento de don Flágido lo detuvo severa y fríamente.
—No te fíes de esos animales —, enfatizó con la voz ahogada en cinco litros de caña, al tiempo en que preparaba su machete para acto seguido, dar muerte a la serpiente. Poseído por una ira incomprensible casi incontrolable, arremetió con diez golpes más en su contra a pesar de que ya estaba muerta, pero de pronto, entre los machetazos, habría de verla descuartizada, envuelta en su sangre, que se confundía con la tierra.
— ¡No te fíes de esos animales!—, repitió ceremonioso don Flágido, agitado ante los pedazos del animal — ¡son del diablo! ¡Pinche mocoso!— dijo, ― ¿No te digo? —y continuó con un tono imperativo —¡lárguese a jugar por ahí! ¡No ande pendejeando! ¿Ya mero viene el pendejo de su papá?
—¡Ah! ¡No me convence! Don Agustaquio Pinto Prieto siempre vivió en la ciudad. Qué va a saber de coralillos y de la vida en el campo.
Pinche Juliana, dije para mis adentros, ¿qué sentimiento absorto le instaba a pensar que don Agustaquio Pinto Prieto jamás visitó el campo? Con toda libertad desdeñaba mis ideas y en cambio, yo daba vida a sus pinches fotografías del siglo pasado.
Pasé el resto de la tarde escuchando a los Beatles, pues tenía resuelta una historia en la que su aparición en la vida de una joven existencialista era preponderante. Me sumí en un sueño profundo y ameno. No recuerdo con exactitud las imágenes, pero fue más o menos así: la ciudad, parecida a Guarapo. Un amigo caminaba a mi lado; su sueño coincidía con el mío: asistir a un concierto de los Beatles. Debía confesar mi admiración por los Beatles, héroes de nuestra adolescencia. Amábamos su música al punto de comprar sus discos y sus posters con divina euforia. En la escuela los presumíamos a todo mundo. Solíamos escucharlos ante los compañeros de clase, que nos odiaban, nos amaban, nos odiaban, nos amaban y tal oleaje los llevó a caer en la cuenta de su error. Su actitud era insana. Debían ceder ante los impulsos ajenos. No ganarían nada haciéndonos sentir unos maniacos discriminados por una generación que debió crecer...
pero Juliana ¿en dónde se encontraba Juliana?
no podía verla; permanecía lejos, pero me hablaba (tomó forma del amigo que caminaba a mi lado) me decía que soñó a los Beatles, que eran como nosotros y no dioses de la música, aunque nuestros padres o la prensa (o las fotografías) nos los implantaran como la imagen viva de los burgueses… “son normales, como nosotros, también les tocó deambular en las calles como a nosotros… es claro, no debemos planificar una vida tal como dicen que ellos debieron planificarla, ellos… no fue solo un capricho fresa querer sentirse parte de la onda beat, (juliana había leído a los beatniks durante toda su vida, pero jamás prescindió de su vida como pequeña burguesa) todo se vino abajo, sin embargo, ahora hay proclamas codificadas, más claras incluso… ¡anarquistas! a los beatneks se los podía llevar la historia entre las patas”.
El sueño se aceleraba y apresuré el paso, —¿Qué te aflige? —pregunté, —Soñé a Ringo Star. Vivía en una casa como las de Guarapo, Jhon Lennon siempre se esforzó por ser buen músico. Antes de ser famoso conoció (¿experimentó?) la pobreza (me atemorizó que de pronto extendiera en tono solemne un largo discurso de penas y aflicciones). A los Beatles lo conformaba gente ordinaria, común y corriente, ni siquiera nosotros podemos ser tan ordinarios o comprometidos como ellos ante esta parsimonia, ante esta realidad insignificante...
(y salió de su cauce el lobo estepario que habitaba en mí)
:
¿cómo aseguras eso, pinche Tartaradaryú? ¡Nunca viviste esa época! ¿A caso sabías cómo se vivió en esa época? ¿A caso somos capaces de frecuentar una melodía capaz de succionar nuestro cerebro? Estamos hechos de lava, ni siquiera tierra, somos lava y se expande y nos dicta movimientos capaces de devorar gente
¡Fenómenos! ¡Fenómenos!
“y se fermenta en medio de rituales capaces de mostrarnos el principio de nuestra era... una simple sombra atraviesa este pasado lánguido, longevo, succiona el futuro pero nos remonta al terrible futuro, le tememos de hecho, y por eso ni siquiera deberíamos hablar en presente, vivimos una era carente de tiempo, un regalo de los dioses desaprovechado por el hombre, creemos que todo lo que hemos vivido nos pertenece... pero somos sombras y abarcamos el todo, desde el pasado al pasado, pasado y presente… se extiende a un futuro troglodita que consume propaganda de nuestros días”
“ahora trata de continuar el viaje que nos remonta a un pasado recurrente, y protagoniza el exterior del cual no hablamos, o ¿a caso nos hablan de este tiempo en las clases de español o física cuántica? Estamos rezagados en un tiempo que nos permite continuar la marcha, pero estamos apesadumbrados. No estamos ligados a este sueño... nos estamos yendo a otro... estamos surcando las planicies de un mundo derogado... estamos siendo capaces de crear un espacio cibernético que nos permitirá dejar a un lado... dejar a nuestro lado... de placenteramenteridiculizarelhedor… los Beatles jamás vivieron así, los Beatles jamás vivieron así, que … que los...”
Juliana me despertó a los pocos minutos. Creí pasarme una vida entera en el sueño. Comprendí la inutilidad de querer fomentar paz entre sus demonios. Juliana al fin me traía la noticia que revelaba su Apocalipsis oscuro y terrible y cuya llegada temía.
V
Rumbo a un sinuoso epílogo
Cuando caí en la cuenta de que habíamos llegado muy lejos ya formaba parte de esta sardónica historia y su desenlace, al igual que a Don Agustaquio Pinto Prieto, me tomó también por sorpresa. Esta escena parecía tan curiosa; decidí poner orden a los pensamientos y actitudes de Juliana. Y aquí daba inicio mi persecución, comencé a seguir sus movimientos más de cerca.
Desde hacía meses su presencia en casa se tornó como las siluetas que suelen dejar los seres como indicio de su presencia. Juliana se hallaba en un estado sombrío en el que suelen caer las almas a las que les están consumiendo sus miedos, sin embargo cuando le miraba o la encontraba a mi lado o en la habitación —jamás utilizaba la biblioteca, intentaba aparentar normalidad ante mis ojos—, caía en la cuenta de que debía ser más cauteloso, cualquier indicio de peligro la alertaría y me impediría seguir de cerca sus movimientos. Bosquejé un plan que seguí de acuerdo a mis observaciones. No resultó difícil descubrir ciertos enigmas que me permitieron llegar al meollo del asunto. Juliana, la impredecible, la fantasiosa, se adentró en una logia que se encargaba de dar continuidad a todos los conocimientos cultivados por los sabios de todos los tiempos, de la cual me interesé hace un par de años, pero sin adentrarme tanto como lo hizo ella. De alguna u otra forma encontró mis notas y algunas referencias a libros extraños que encontré en la red por recomendación de algunos amigos.
Juliana fue más allá, se adhirió a la hermandad por vía internet y al cabo de unos meses recibía paquetes con instructivos y ejercicios cabalísticos en casa de su tío, que era adepto, desde luego, de esta secta misteriosa, pues fue él quien se encargó de apadrinarla. Más tarde habría de poner en práctica sus conocimientos con el más tonto de todos los tontos: don Agustaquio Pinto Prieto. Diariamente Juliana ejercía su voluntad sobre este pobre personaje al que (curiosamente) le pasaba de todo, y el resultado acabó donde menos nos lo esperábamos. Todo se salió de control.
VI
Algunos apuntes de Juliana
Guarapo de Jiménez Caudillo
20:00 p. m. 28 de octubre de 2009
La tarde triste llora, galopa en las intermitentes vías marítimas de las nubes. Se entrelazan y forman parte de una constelación paradisíaca. La fotografía entonces nos cuenta las palabras ocultas tras la llanura del monte, que se rebela ante mis ojos. Acabo de embellecer el sol retirado. Allá me espera…
Guarapo de Jiménez Caudillo, café de Los dos Pintos
10: 00 a. m. 2 de noviembre 2009
Lo acabo de ver de nueva cuenta. El vecino me cuenta en su turbia mirada sus maléficos conjuros. Se encuentra arrebatado, parece que ni siquiera se trata de un ser humano, se pasea glorioso ante mi cámara fotográfica y le absorbo con el lente que preparo. Ahora el lente es una extensión de mi ojo, y el ojo lo puede todo siempre y cuando se vea resuelto en hacer lo que le dicta su instinto. El instinto es un núcleo de poder. No hace falta pedir permiso al hígado o a otro órgano vivo. Sus moléculas forman ya parte de ese instante prensado entre el lente y el ojo, sus átomos retroceden ante el filme, ante el documental de mis notas.
4:30 p.m.
Cueva, la lente es una cueva de la que nadie escapa. Allí dentro se mueven mis órganos. Los transfiero a un mundo en el que estarán mejor, y les muestro el jardín sometido a los muchos ojos con lentes. La cámara fotográfica es mi extensión. Su lente transmite imágenes trascendentales. No hace falta recortar imágenes en los periódicos. Las muchas mentes que son capaces de verlas se enfocan a analizar sus contornos. No tiene sentido. Hace tiempo dejé el cigarro. Dejé de fumar por Bruno. No quiero que note que miento. Fumo una cajetilla de cigarros al día.
Él permanecerá aquí en casa. Mientras me pertenezcan él, su máquina, su trabajo, no tendrá a dónde ir, y si decide irse, quedará desamparado.
Guarapo de Jiménez Caudillo. Café El Azafrán
16:00 p. m. 15 de noviembre de 2009
Ejercer. Retroceder. Balance de mar. Ejercer. Retroceder. Danza etérea entre la luna y el mar. Don Agustaquio Pinto Prieto por fin cayó en la telaraña que tracé durante largos meses de disciplina y estudio. Yo le llamo alimento. Me alimenté de su pobre voluntad retraída. Más le debiera no pensar en ello…
VII
Me dejé arrastrar. Juliana ahora tenía el control, pero no era la única responsable como me lo había planteado desde el principio: fuimos los dos, por habernos interesado en una logia que guardaba enigmas y se regocijaba como perros andantes en las noches de Guarapo. Mordía mis labios sólo por la nefasta curiosidad en la que me había hundido por obra y culpa mía, y pensé que la mejor manera de hacer frente a esta situación era desviar su atención del objetivo, no lo pude hacer. Su voluntad resultó más fuerte y llena de energía. Inconscientemente decidí continuar con este experimento, que ya dije, culminó con la muerte de don Agustaquio Pinto Prieto.
Ahora debo justificar a Juliana. Para ella plasmar un mundo mediante la fotografía requería revivir los momentos, exponerlos en un acto bélico si era preciso. La miraba largo rato, mientras pretendía leer un libro, o me paseaba por el cuarto sin otro objetivo que esperar una llamada para reanudar mi vida laboral, estancada por encontrarme desempleado después de medio año; el periódico no me daba lo suficiente para vivir. Su mirada pretendía ir más allá, parecía volar a espacios no derivados. Era tan espontánea. La vida la había favorecido tanto, llegué a pensar que se trataba de un contrato con el diablo y, peor aún, que mi alma representaba su aval.
VIII
Cuando la mañana en que nos avisaron que don Agustaquio Pinto Prieto había caído de una escalera, la impresión nos asestó un golpe bajo en donde más duele, pero cuando caímos en la cuenta de que en realidad nos querían anunciar su fallecimiento, nos contuvimos las palabras y en cambio nos miramos con perplejidad, abrigados en la ingenuidad de nuestra cómica complicidad. La noticia nos tomó por sorpresa, pensamos en lo lejos que habíamos llegado tras este incrédulo intento de recomponer extractos decisivos dentro de la vida del tal don Agustaquio Pinto Prieto. Mas la aletargada noche, que avanzaba sin potestad, casi a fuerza de rodar por el mecanismo de grandes engranajes que mueven este planeta, nos descubrió ya en nuestro lecho rememorando algunas circunstancias que por un lado aquejaban la vida del susodicho y por el otro nos divertían, aún concientes de lo mucho que estuvimos involucrados con su muerte. El curioso caso me hizo pensar en las historias que escribía en secreto: hasta cierto punto rememoraban la vida de inciertos personajes salidos de alguna cloaca de mi imaginación, que solían tener muertes repentinas, espontáneas proyecciones inconscientes de mi miedo a morir de manera trágica. La muerte del tal don Agustaquio Pinto Prieto sólo venía a confirmar mis suposiciones: temía morir de manera drástica.
IX
Dimos al mundo nuestras últimas noticias de don Agustaquio Pinto Prieto con el circunstancial lema apto para la ocasión, que de alguna manera predecía su muerte: pero si se le veía bien, cuando llegamos a visitar la nueva adquisición del tío de Juliana lucía como suele lucir la gente normal, se sostenía al borde de una escalera y pintaba una pared, del siglo pasado por cierto. No vamos a presumir de sus dotes como maestro de la talacha, pues la incierta duda de doctos más experimentados en el manejo de la brocha se recalcaba en sus miradas analíticas ante los tambaleantes brochazos que don Agustaquio Pinto Prieto plasmara en la pared. Pero qué va uno a saber de las cosas que a uno no le corresponde criticar.
—¡Esa escalera estaba podrida! ¡Si clarito se lo dije! —quiso justificarse el tío de Juliana, según los comensales, que ya empezaban a echar habladurías.
Dicen que don Agustaquio Pinto Prieto se incorporó con tremendo dolor de cabeza y los ojos desorbitados, y que con la voz entrecortada exclamó: “el mundo me debe una explicación”, y que ocupó sus últimos esfuerzos para sostener la hipótesis de que las posibles causas de su caída fueron: la verruga que le saliera en la rodilla un martes trece de marzo y nunca se le desapareciera, o tal vez la sal que regara accidentalmente esta mañana en el piso.
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