COMO PERROS Y GATOS
Marco Antonio Hernández Valdés
En la búsqueda desesperada de alguna lectura que propiciara la reconciliación entre mis fantasmas y mis demonios, encontré en la abrumadora tecnología del Internet un artículo, cuyo contenido me inspiró a realizar desde hace un par de años una enmarañada historia que involucra a personajes comunes y corrientes en un intento por revivir en un contexto contemporáneo el mito de la superioridad de los gatos, mito en el que situándonos siglos antes de la llegada del Cristo rememora los decisivos acontecimientos a los que se enfrentaron los antiguos egipcios y del cual les quiero hablar. El artículo plantea que en una época remotísima, situándonos en la esfera norte del continente africano, en tiempos en los que ante la ira desatada de los dioses los humanos (quejumbrosos y aquejumbrados) fluctuaban al tratar de consolarlos, pero (y) a pesar de sus intentos fallidos por mantenerlos contentos, un dios, llamado Ra, en su enfurecimiento ante la revoltosa rebelión de los hombres mandó a uno de sus emisarios (su hija) con forma de leona, entidad denominada: Sekhnet, una entidad con iniciativa propia, agresiva y sanguinaria, que tomó muy a pecho su papel, que masacró y aniquiló a despiadada voluntad.
Años previos a su llegada a tierras egipcias los gatos y los humanos convivían en armonía, sin embargo los felinos vivían dirigidos por esta jerarquía. Hasta donde se sabe los egipcios amaban a los gatos al punto de la idolatría compulsiva, al grado de que los momificaban al morir, al grado en el que les oficiaban ritos y enterraban en mausoleos pretenciosos con sus amos. Se dice que inauguraron un cementerio destinado a ellos cuyo nombre se desglosa del nombre de la diosa Bastet. Este respeto llevó a los egipcios, algunas veces, a desmoronarse como pueblo. La historia cuenta, y en estos menesteres los historiadores son más eruditos, que ante algunas batallas se veían obligados a darse por vencidos ya que los enemigos traían bajo su mando a gatos endiablados.
Como la ley egipcia obligaba a dar la vida por un gato y a presentarse como su humilde servidor --ya que son la presencia etérea de la diosa Bastet, símbolo de la armonía, la danza y la alegría---, los egipcios debían someterse ante sus adversarios. Esas atenciones para con los gatos originó egolatría, porque extasiados en los embelesos de ser gato, de disfrutar una vida diáfana y ufana, aprovecharon la ingenuidad de los hombres para iniciar un complot en su contra.
Los gatos irritados inician la conspiración; se distribuyen en las casas de los grandes burócratas y empleados de gobierno con el fin de obtener informes satisfactorios que pudieran servir al plan maléfico que se traían en manos (o en garras), se cuelan en las tertulias, se vuelven expertos y capataces de las torturas a las que eran sometidos los hebreos sujetos al suplicio; se instruyen en las ciencias ocultas, polemizan los acontecimientos políticos de su tiempo y al final, asestan un riguroso nouck-out a sus comensales y la rebelión toca las puertas. Todo esto no hubiese sido posible a no ser porque los gatos fueron dotados de una gran inteligencia e intuición.
Y dispensará el lector que en este artículo con pretensiones aguerridas hagan acto de presencia los caprichos del escribiente al mezclar de manera anacrónica los acontecimientos acaecidos en un punto de la historia, pues son el producto de mis fantasías célebres ante el deslumbramiento de las certezas.
Ante tal evento el Dios Ra no podía quedarse con los brazos cruzados. Al ver que su cruel y despiadado designio se dirigió al extremo, al lado oscuro, mandó a la Tierra a un guerrero que se materializó en forma de perro para devolver el orden a los hombres. Esta nueva entidad se denominaba Onuris y fue el encargado de moldear a la tal Sekhnet hasta convertirla en una diosa amorosa y armoniosa. Una diosa misteriosa entre los egipcios, a la que bautizaron con el nombre de Bastet y a la que honraron ofrendando el ritual cotidiano de servirlos y que tanto importunó a los egipcios, ya que desde aquel momento y a manera de recordatorio todos guardaron tributo insospechado a los gatos.
Lo que no me cabe en la mente es que hoy en día, y a pesar de los intentos por ser los protagonistas y de obligarnos a ser las mascotas, los gatos ya no sean venerados cabalmente como en tiempos antiguos y que su fama de ominosos emisarios del mal haya predominado en las memorias populares. Queda al aire la suposición de que los perros siguen siendo, a ojos comunes, los antagonistas de esta lucha por la supremacía. Al convivir con una perrita de nombre “Zamba” y una gatita sin nombre, caigo en la cuenta de que se puede desenmarañar el mito de la eterna pugna entre perros y gatos, ya que son afables hermanas. El lector debe recordar que durante la demoledora inquisición, porción histórica en la que los gatos fueron desprestigiados y acosados por fanáticos religiosos, y hasta la fecha no son más que una mínima y mímica ración de lo que debieron ser en su esplendor: una especie superior.
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