15/5/11

La eterna pugna entre perros y gatos

La eterna pugna entre perros y gatos
Tuve un sueño
en el que perros y gatos
comíamos en el mismo plato.
      El gato de Martin Luther King

¿A caso los humanos saben
que son humanos?
 Agata

Agobiado por mi pulcritud al tratar el tema de gatos y perros en mi pasado recorrido por la innegable historia, descubrí que no me percaté de las intermitencias y generalidades con las que se deben tratar este tipo de temas, y ante una desconcertante luz que precedió mi observación detallada de Zamba y Ágata (ahora ya tiene nombre la gatita citada en el artículo anterior), caí en la cuenta de que no puedo generalizar las condiciones de dos animales (especies cuya domesticación interrumpió el curso de la evolución), al tratarse como semejantes el uno y el otro siendo las dos de especies progenitoras tan diferentes y de jerarquías tan distintas dentro de los roles que desempeñan cada miembro de cada especie. Los perros, sujetos a esa incertidumbre que dicta las personalidades, se han clasificado desde tiempo inmemorial como los guardianes, o canes, algunas veces del mal y otras, del bien (¿Serán los perros protectores del absoluto?), —recordará el lector los mitos y leyendas donde el perro, antagonista venido del paganismo, juega el rol de emisario del mal, y aparece, o lo dibujan, en su forma de dogerman, vigilante de los diablos y demonios, protector del dictaminador de alguna profecía que precede al mal,  mientras que a los gatos se les identifica como huraños, categoría que contrasta con el escepticismo de la psicología. A simple vista la pugna se debe a sus conductas, pero es algo más profundo. Por lo general el gato doméstico es menos ermitaño y, por lo tanto, siente menos antipatía por los hombres al contrario del gato de monte o de las calles (y a éstos últimos la deslumbrante civilización les ha negado el derecho a desarrollarse en un espacio social con otros gatos “más” recatados). Si separamos el mito de la realidad podríamos desentrañar esta seria oposición.
            Quizás la pregunta sea: ¿a cado los perros saben que son perros y los gatos, gatos, o es sólo el capricho del excesivo protocolo del hombre la que los orilla a forjarse una personalidad para agradarnos?  A estas alturas me viene a la mente un verso del heterónimo de Fendando Pessoa, Alberto Caeiro:
                        “las cosas no tienen sentido, tienen existencia”
y en este verso profundo el autor nos sugiere separar las cosas (o existencias) de la palabra porque no es lo mismo. No se experimentan de la misma manera, y la palabra representa un estorbo entre el vidente y la cosa observada. El caso es que son y ya.

De los animales me sorprende –y no va a dejar de consternarme y causar envidia por devolverme a mi estado de precariedad--, que nunca se preocupan de nada y viven de acuerdo a aquel longevo discurso del Cristo (cimiento del comunismo): ser como los pájaros a los que no les preocupa si les va a llover, si van o vienen porque comida para todos siempre habrá. Aún cuando su discurso cae en la demagogia empapada de narcisismo por postular al hombre como un ser dotado de mucho mayor capacidad, virtudes y simpatías que un animal y disculpen mi herejía al parecerme una injusticia religiosa el hecho de proponernos como seres superiores a cuya disposición está la creación por ser los preferidos ante Dios que otras especies. Perdonen también los pormenores de la divagación, no pretendo hacer uso de este vehículo estruendoso, pero es inevitable.

Para ejemplificar situaciones reales citaré a tres gatos que simbolizan  hechos inmediatos: a) Agata b) gatita huraña de quién sabe quién, y c) un gato cualquiera. Una tarde X en el patio, B se acerca haciendo un ruido que pareciera es la imitación precaria del maullido, A se acerca atraída por el evento e inmediatamente las dos se comunican en su idioma, a nuestro entender sostienen una conversación más o menos así:
                        --- rrrrrrrr, ¡miau! ¡Miau!
                        ---Miau, miau, miau.
            lo que nos hace pensar en la posibilidad de un complot, o de un simple intercambio de generosidad de A para con B. Que B es una antisocial, que ha tenido serios traumas originados por su convivencia reprimida con los seres humanos, lo que supone que A le explica que somos seres comunes y corrientes y no queremos hacerle daño, para lo que B se enfurece y le dice que no se confíe, pero A es muy ingenua a su parecer, y se empecina en dar por sentado que somos su familia y estamos ahí para protegerla. B se retira porque es desconfiada. Lo que demuestra que los gatos callejeros, al igual que sus homónimos los gatos monteses, son huraños y desconfían de los hombres.
            Situación 2: A tiene apenas 3 meses, lo cual indica que sus intereses no van más allá que la de divertirse con la cola de Zamba o destruir las plantas o provocar la ira desencadenada de nosotros, para lo que estamos preparados. De pronto C, libidinoso y asqueroso llega por las noches en busca de alguna diversión, para lo que A no está preparada. Afortunadamente Zamba está ahí para defenderla. Les ladra a los gatos. Mucho se ha cuestionado el comportamiento de los gatos, algunos los asocian al sexo.


Ciertamente no se debe dejar por entredicho que aunque Zamba y Agata sean eternas hermanas, su relación es incomparable con la de los humanos, nosotros hemos desarrollado un lenguaje acertado y perfectamente articulado (que pocas veces tiene como objetivo el propósito de su creación). Nuestra manera de comunicarnos ha sido perfeccionada pero me quedan dudas. En cuanto uno tiene el uso del lenguaje se da uno la libertad de dañar a otras personas, el conflicto psicológico que predomina en nosotros es el mismo de los perros y el de los gatos, el de territoriedad, nos vemos atacados en nuestra esencia y dignidad, que no nos permitimos ser vencidos por ese fantasma de nuestras mentes proyectadas en nuestros semejantes. Me queda tiempo para dar otro ejemplo maravilloso que más que un ejemplo es una circunstancia. Una mañana dejé entrar a Zamba a casa y dejé a Agata afuera. Agata se mostró inquieta, rasguñaba la puerta e intentaba escalarla pero sus intentos fueron inútiles. Zamba al escucharla maullar desesperadamente también se hermanó a esa inquietud, fue a la puerta y se puso sobre dos patas recargándose de la puerta a modo de ver a través de la ventana, Agata y ella se miraron, y Zamba trataba a toda costa decirme o pedirme que le abriera. ¿Qué esfuerzos inhumanos hacen de nosotros algo parecido? Y me refiero a las circunstancias incómodas, no las fáciles, las de hacerle un bien a los que amamos. Tampoco quiero mitificar y emprender la tarea de devolvernos un poco de moral, la que no soporto por ser tan imperfecta.

           


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