21/5/11

Memorias

Memorias

Marco Antonio Hernández Valdés
                                                                                   I
Primer acto: donde Nicolás habla de su infancia


E
l viejo chopo, cuya muerte causó la amargura de la abuela, envejecía a la presencia del limonero que se jactaba de ser joven (cierta tristeza atraviesa mi mente cuando miro el vacío que dejó). El barullo de los niños entraba al patio seguido de las plumas de un navío extraterrestre, era el otoño. No sé porque siempre me gustó esta estación. Amaba salir a la calle, jugar canicas, la rayuela y a veces los encantados o las picas.
            Niño cubierto de una palidez. Cuarto blanco. La locura tiene una lucidez extraña. Encanta las más rebeldes acciones. Niño distante con la mirada, su cuerpo está presente ante una vieja ventana sucia por fuera. Patio lúgubre. Cadáveres, hojas de chopo, regados en las baldosas. Me gusta construir casas. Esta está en un árbol y es un ataúd. Imágenes góticas se resbalan por las paredes.
Del patio a la calle hay una escalera de fierros oxidados. Las torres de las iglesias sobresaltan entre los edificios y casas diversas. Las campanas doblan a menudo. Me gustan los campanarios. Son melancólicos. Sonidos de vida, sonidos de muerte.
            De mi casa veo el cementerio. Olvido de los ancianos, evocación de la que uno no quiere saber ya nada. Eso me recuerda que esta obra la dedico al Mocha-orejas por su seguridad en sí mismo y valentía. En este pueblo hacen falta asesinos lúcidos (todos los asesinos son lúcidos) para crear más mitos. (Ver san Lucas 13; 1: 5).

II
Acto segundo: donde el poenauta describe el presente

Y pensar, lo que antes fue un pueblo donde todos se conocían, donde los chismes eran la liturgia de las horas en el mercado, donde los adjetivos saltaban de un lado a otro, ahora es un monstruo que devoró bosques. Las tamaleras ya no gritan. Iban en huaraches. El pueblo fue invadido por la reluciente tecnología y centros comerciales. También por la reluciente arquitectura y las modas.
Me acurruco mirando con temor la expansión de estos calambres pálidos en la tierra. Los únicos extraterrestres somos los hombres. Y hablo con los silencios que deambulan en mis delirios. Algún día envenenaré el agua de la ciudad.
            No quiero decirlo, pero la gente es tan espantada, que saboreo los días intensos buscando problemas para romper los paradigmas de esta sociedad. (Ahora que los pongo en evidencia, recuerdo que su moral ya caducó). Por eso ya no tengo miedo. Por eso cuando miro las casas sembradas me refugio en los sonidos de las campanas.
            Hay mucho que decir del cementerio. Las casas de los muertos están vacías.

III

Acto tercero: sobre los seres imaginarios


El centro de mi pueblo es un parque con dos campos de concentración donde mutilan los cerebros nacientes, una iglesia y el palacio municipal. Aunque no lo parezca, no me interesa hablar de ellos.
            ¡El bosque es lo mejor!. ¡El río!. -¡Maestro dígalo con más entusiasmo, que mi pluma no lo tome en cuenta de en balde! ¡Con más efusión! ¡Haga con su voz que mis compañeros convulsionen de la emoción y continuemos con la liturgia!- ¡La floresta!. ¡Los cantos diáfanos de los pájaros!. ¡Bach! ¡Beethoven! ¡Vivaldi! ¡Sistem of a down! ¡The Beatles! ¡The Doors! ¡El Recodo! ¡Cri-cri! ¡La sonora santanera! ¡La muchacha que me gusta! ¡Los boleros del parque, viejos y tartamudos, otros más vivos! El de la esquina siempre canta con nosotros el son jarocho. Los perros cagan las calles. Mi pueblo es una estampa mitológica: doy saltos, me alegro, y doy gracias y quiero acompañarlos con mi jarana, pero desde aquí no puedo. Estoy muy lejos de ellos. Me llevan años luz alejados como están.
            Por eso la gente me ve hablando con alguien. Cuando entran en casa me ven sentado en un sillón, y a mi lado sólo la presencia invisible de alguien. Las nalgas de mi amigo están marcadas en el asiento. Debajo del mueble hay una puerta que nos lleva a su mundo.
Calles pequeñas. Algunas intransitables. (Cada vez que camino en el olvido descubro la solemnidad de las calles que nunca me conocieron).  Hace unos meses se cayó un árbol en el parque e hirió a dos personas. Mi amigo y yo reímos. No podemos culparlos. La naturaleza sabe sus designios mejor que nosotros. A veces se comporta de una forma muy extraña. No debemos huirle, hay que imitarla.
El quiosco del pueblo guarda melancolía. Nada está vivo en estas fronteras. Cada vez que salgo del pueblo y vuelvo a entrar, no noto la diferencia. Sólo las torres de las iglesias que me saludan al entrar. (Tres bombas activadas en puntos claves se juegan la suerte de Coatepec, tres gasolineras gordas y con fuego en sus ojos). Que no te cuenten querido turista, hace unos años explotó una.

 

IV

Acto final: donde Nicolás cierra el telón 


Dirán que soy un loco, un obsesionado.
Que digan lo que quieran.
Los personajes históricos de mi pueblo deambulan por las calles pidiendo un peso para el tíner o un pecho para comer; o simplemente mendigando un pan en alguna casa para dar de comer a los perros. ¿Con qué cara vemos a los turistas envenenados por las imágenes falsas de este pueblo? Cállense, se cierra el telón. Esta obra está de la “chingada”.

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